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La Revista

Postales del under porteño

Como oleaje obstinado de un mar a prueba de barreras, durante las últimas seis décadas ha venido manifestándose en la ciudad de Buenos Aires un cúmulo de acciones artísticas nutridas por la imaginación y la insolencia, siempre en nombre de la libertad expresiva.

Por Sin Firma
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CyC 2266 Enero 2012-20

Por Miguel Grinberg

Sería arbitrario establecer un punto de partida estricto para este relato. Pero de todos modos es necesario, pues remite a una época determinada y a una generación en estado de conmoción. Son numerosos los hitos existentes, y uno de ellos podría ser 1955, signado por dos sucesos aparentemente desconectados: el derrocamiento de Juan Domingo Perón (seguido por una tenebrosa dictadura militar) y el auge global de un fervor juvenil llamado “rock and roll”.

Dos años antes se había estrenado en París una obra fundamental del llamado Teatro del Absurdo, de Samuel Beckett, que Jorge Petraglia estrenó en Buenos Aires en 1956: Esperando a Godot. Dos décadas antes, Antonin Artaud ya había enarbolado en Francia el estandarte de la futilidad y la tragedia de la vida moderna. La angustia existencial en un universo inexplicable y el salvajismo de la “civilización” ya preanunciaban la tragedia posmoderna donde el ser humano se descubría acosado por el tedio y la descomposición del significado de la vida.

Durante los años 50 hubo entre nosotros una gran explosión del teatro independiente, con figuras arquetípicas como Onofre Lovero, Pedro Asquini y Alejandra Boero, y dramaturgos como Osvaldo Dragún y Agustín Cuzzani. Mientras las salas del teatro comercial dominaban la avenida Corrientes (alias la “Broadway porteña”), el fenómeno “off Corrientes” bullía sin cesar en salas laterales y pequeñas donde todo era posible a pesar de la censura castrense que imperaba. En ámbitos heterodoxos como el Teatro del Pueblo, el Teatro IFT, La Máscara, Fray Mocho o el Teatro de los Independientes un nuevo fervor tomaba cuerpo abonando el terreno para manifestaciones “under” todavía imprecisas.

En esta latitud lateral, merece un aparte la docente austríaca Hedy Crilla, maestra de actores, que abandonó Europa en 1940 tras haber trabajado con leyendas como Bertolt Brecht. En 1947 fundó la Escuela de Arte Escénico de la Sociedad Hebraica Argentina, de donde salieron artistas notables como Sergio Renán y David Stivel. En 1958, el teatro La Máscara la convocó para enseñar el Método Actoral Stanislavski y como pedagoga escénica formó a una generación de maestros y directores que expandieron su obra: entre otros, Carlos Gandolfo, Augusto Fernandes y Agustín Alezzo, seguidos por jóvenes como Federico Luppi, Norma Aleandro o Lito Cruz. Un capítulo poco documentado de la época, merecedor de un estudio especializado, es el del jazz moderno en la Argentina, con intérpretes de primera magnitud, entre ellos Leandro “Gato” Barbieri, Lalo Schifrin, Rubén Barbieri, Enrique “Mono” Villegas, Sergio Mihanovich, Rodolfo Al chourrón, Horacio “Chivo” Borraro, Jorge González, Gustavo Bergalli y Fats Fernández.

EL GERMEN

El mundillo “under” comenzó a germinar en los años 60, con el surgimiento de dos influyentes cine clubes (Club Gente de Cine y Núcleo) y un trascendental cine-arte (el Lorraine), a los cuales se sumaron el Instituto Di Tella, el auge del café concert, y una vasta bohemia poética que editó decenas de revistas literarias y pobló los cafés literarios de la avenida Corrientes, en torno del flamante Teatro Municipal General San Martín inaugurado en 1960, año del estreno del clásico fílmico La Dolce Vita, de Federico Fellini.

Buenos Aires vivía días de fiesta creativa a pesar de las calamidades políticas. En el verano de 1962 llegaron a nuestras playas (por el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata), arquetipos heterodoxos como François Truffaut, portavoz de la nouvelle vague francesa; el contracultural Jonas Mekas, director de la Cinemateca de Nueva York; el pensador rupturista Edgar Morin, y el novelista Vasco Pratolini. Días después, un golpe militar derrocaba al presidente Arturo Frondizi, tras una rotunda victoria del peronismo en las elecciones realizadas en diez de las catorce provincias que había entonces, pese a las restricciones ideológicas reinantes. La vorágine escénica, fílmica y poética porteña siguió desplegándose durante aquella década sin precedentes, que al promediarse abrió un capítulo fundador del rock argentino en reductos alternativos como La Cueva de la avenida Pueyrredón y La Perla del Once.

Pero fue desde el Instituto Di Tella (Florida al 900) donde emanaron múltiples señales de vanguardia y emblemas de lo que pronto aportaría elementos nuevos al quehacer artístico de la juventud: la psicodelia, el pop art, la poesía visionaria, las fantasías hippies y la liberación gay. Una ebullición generacional “fuera de serie” a la que se agregarían puntos de referencia sincrónicos, como el Teatro del Altillo (Florida al 600), el Bar Baro de la calle Reconquista, el Moderno Bar de la calle Maipú (recinto de pintores donde se incubó la película Tiro de gracia con Sergio Mulet y Javier Martínez), el Theatrón de la avenida Santa Fe, y el boliche de Tucumán 676 donde se lucía Ástor Piazzolla.

El pensador italiano Mario Maffi, en su libro La cultura underground, aporta una valiosa observación terminológica: “El término underground se difundió alrededor de 1963. Entonces tenía una aplicación limitada: se refería a cierto tipo de cine, de diarios y revistas, con una connotación de carácter estrictamente lingüística –underground = subterráneo, irregular, clandestino– y un vago sentido de conspiración. Pero a partir de 1963 (fecha aproximada), el término se fue extendiendo poco a poco a un campo cada vez más vasto, identificándose finalmente con una parte de la subcultura juvenil (y no exclusivamente juvenil) de los Estados Unidos y, por reflejo, de otros países. Así pues, el underground indicaba aquella nueva sensibilidad –y sus productos culturales y sociales– nacida originariamente en los años 50 y convertida en la década sucesiva en nueva cultura, cultura alternativa, contracultura”.

En 1965, la actriz Dora Baret y su marido, el director Carlos Gandolfo, fundaron en la calle Tucumán al 1300 algo original: el Café Teatro Estudio (variable del café concert en base a un repertorio atípico en la enorme planta baja de un caserón señorial). Que a un lado ostentaba un bello piano de cola donde al atardecer se lucía el Mono Villegas. La primera puesta descomunal se tituló El tiempo de los carozos. El diario El Mundo lo retrató así: “¿Fue todo tiempo pasado mejor? Este es el título de una de las canciones que entona Marilina Ross, con letra de Paco Urondo, y que da motivo a la primera parte del espectáculo, integrada por un prólogo de Carlos del Peral: trágico a pesar suyo, desopilante drama de la vida cotidiana de Antón Chéjov, y Una historia de amor, adaptación del Diario de un seductor de Soren Kierkegaard, interpretado por la propia Marilina Ross y Federico Luppi”. Lo codirigió Augusto Fernandes y también actuaban Baret, Gandolfo, Carlos Moreno y Flora Steimberg.

El ímpetu heterodoxo del Instituto Di Tella durante el período 1965/68 tomaría muchas páginas para ser abordado en detalle, dado que allí se manifestaron expansivamente las vanguardias del teatro, la música y las artes plásticas. Su actividad marcó una nueva era en el arte porteño y allí dieron sus primeros pasos artistas luego consagrados, como Jorge Bonino, Alfredo Rodríguez Arias, Ángel Elizondo, el Grupo Danza Actual (Graciela Martínez, Ana Kamien y Marilú Marini), Norman Briski, Nacha Guevara, Oscar Aráiz, Roberto Villanueva, Carlos Trafic y el Grupo Lobo, Poni Micharvegas, Iris Scaccheri y muchos más.

Algo merece ser destacado. Después del golpe militar que en marzo de 1966 destituyó al presidente Arturo Illia, invitado por el Di Tella en 1967, el poeta Mario Trejo escribió y dirigió Libertad y otras intoxicaciones, donde por primera vez sobre un escenario se trataba los temas de la tortura y el aborto, y dos hombres y dos mujeres se besaban en escena. El título emanaba de un edicto policial (Ebriedad y otras intoxicaciones) expuesto en todos los bares, y el autor desarrollaba asuntos como el enfrentamiento entre Eros y Tánatos, el derecho a ser diferente en una sociedad que señala y excluye, el peligro y la sospecha de que todos llevamos dentro al enemigo, al perseguidor, cualquiera sea el color político, étnico o religioso. Al año siguiente, Trejo escribió y puso en escena La reconstrucción de la Ópera de Viena. En ambos montajes aplicó generosamente las técnicas corporales enseñadas en Estados Unidos por el Open Theatre de Joe Chaikin y el Living Theatre de Julian Beck y Judith Malina, arquetípicos de la contracultura de la época.

FRACTURAS Y PERVIVENCIAS

El Instituto Di Tella fue cerrado en 1970, aunque su final comenzó con la clausura de una obra de las experiencias de 1968, Baños, de Roberto Plate, por parte del gobierno de facto del general Juan Carlos Onganía. La obra consistía en la instala ción en la sala de una simulación de baños públicos, e invitaba a los asistentes a escribir las paredes tal como se acostumbra hacer en esos lugares. Una de las inscripciones resultó ofensiva a un alto funcionario militar y ello desencadenó la clausura de esa obra, que luego fue acompañada por el retiro voluntario del resto de las obras en protesta por la censura.

El retorno a la democracia se produjo en 1973 con el triunfo electoral de la fórmula justicialista Cámpora-Solano Lima, y el ulterior regreso al poder de Juan Domingo Perón, que falleció en 1974. Nuevamente, otro golpe militar interrumpió la vigencia de las instituciones y a partir de 1976 estableció un “Proceso” signado por crímenes de lesa humanidad que hoy siguen siendo juzgados por los tribunales argentinos.

En 1982, después de la trágica guerra en las islas Malvinas, se derrumbó el régimen imperante y después del imperio de las siniestras tinieblas, irrumpieron el Parakultural, el clown, la creación colectiva y las cruzas con el triunfante rock argentino, el cómic y la plástica informal.

El Parakultural fue en principio un sótano alquilado como sala de ensayo por Omar Viola y Horacio Gabin en la calle Venezuela 336. Allí, por las noches, ensayaban Viola y Gabin, y actores como Batato Barea, Alejandro Urdapilleta y el grupo Gambas al Ajillo, hasta que decidieron invitar gente a los ensayos y posteriormente abrirlo al público, en el contexto de una amplia movida heterodoxa porteña. El lugar ofrecía teatro, música en vivo y artes plásticas entonces no convencionales, con énfasis en la diversidad.

Durante ese ciclo de osada y libre imaginación, se destacaron allí las componentes de Gambas al Ajillo (Alejandra Flechner, María José Gabin, Verónica Llinás y Laura Market), Barea, Urdapilleta, Humberto Tortonese y, entre otros, Susana Cook, Los Melli y las Hermanas Nervio. También actuaron las más importantes bandas de la escena “under” y alternativa de la segunda mitad de los años 80: Los Violadores, Sumo, Los Maniáticos, Comando Suicida, Don Cornelio y la Zona, Los Redondos, Los Fabulosos Cadillacs, Virus y muchos otros.

La venta del edificio en 1990 desplazó al Parakultural hacia otros ámbitos porteños, hasta recalar en Chacabuco al 1000 en 1991. Al clan histórico se sumaron nuevos protagonistas, como Alfredo Casero, Diego Capusotto, Valeria Bertuccelli y Mex Urtizberea. El 6 de diciembre de ese año, el underground local sufrió la pérdida de Batato Barea, abatido por el sida. Conflictos con vecinos y la policía desgastaron el contexto hasta el cierre definitivo de la original experiencia.

Sin nostalgia, Urdapilleta ha dicho: “Nunca supe qué es el under. Es más, siempre me pareció una palabra esnob que inventaron los periodistas para calificar un movimiento que sólo se caracterizaba por ocupar ciertos lugares y por ciertas formas de hacer espectáculos. A nosotros sólo nos unía la pobreza, la búsqueda de nuevas formas y las ganas de expresarnos en un momento en que la libertad era fundamental”.

En su inspirado libro Te lo juro por Batato, el poeta Fernando Noy consigna: “En el cajón del velorio le colgaron una cruz de globos de colores, obra del artista plástico Sergio Avello. Y llovía sobre Buenos Aires, como él quería, una garúa finita que sólo fue quebrada por el aplauso de sus amigos cuando lo dejaron descansando por fin con su carcajada intacta”. La sala más importante del Centro Cultural Ricardo Rojas lleva su nombre.

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Bajo el cemento

Por Sebastián Feijoo

Era un rectángulo ancho, pero ante todo largo, desprovisto de cualquier ornamentación y/o publicidad. El gris lo ganaba todo y la escasa iluminación apenas permitía adivinar el color de los ladrillos a la vista. Un desnivel en el piso transformaba en una aventura imposible ver un show desde la mitad hacia atrás del sector para el público. El sonido no era bueno y los baños difícilmente pudieran llamarse de esa manera. El microclima interno podía generar fenómenos sorprendentes, como una especie de lluvia caldosa, producto de la escasísima ventilación, la humedad y el agolpamiento de gente. Omar Chabán encarnaba una particular versión del dicho “atendido por sus propios dueños”: solía agitar el ingreso en la puerta, negociar cara a cara con la policía y hasta lanzarse en performances sin red –a veces brillantes– sobre el escenario. Los operativos de cierre y las visitas de la Federal eran recurrentes desde la apertura en 1985.

Sin embargo, sin impostar nostalgias y eludiendo idealizaciones epidérmicas, Cemento (Estados Unidos 1234) fue un espacio único, vital y de enorme influencia en la ciudad de Buenos Aires. Un lugar de encuentro para miles de fans muchas veces postergados y/o excluidos, que podían ver a precios razonables a sus bandas favoritas, tomar algo e incluso bailar. Pero ante todo se trataba de un espacio que les dio cobijo a centenares de bandas de rock y afines y –quizá lo más importante– un ámbito de desarrollo artístico y de convocatoria. Tal vez esta sea una buena definición para el under. Una zona sin reglas ni condicionamientos artísticos donde puedan hacer pie las nuevas propuestas, pero también capaz de dar posibilidades de crecimiento para que el off crónico no asfixie. Chabán tenía fama de fariseo y pocas veces dio algún indicio de reinvertir ganancias, que con toda seguridad no eran las del rock corporativo de hoy. Pero al mismo tiempo era capaz de sostener a bandas que llevaban a cinco personas, a veces literalmente.

En Cemento tocaron, maduraron y construyeron las condiciones para dar el salto grupos tan disímiles como Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, Las Pelotas, La Renga, Viejas Locas, Hermética, Los Piojos, Intoxicados, Attaque 77, Los Brujos, Ratones Paranoicos, Todos Tus Muertos, Babasónicos, Flema, Los Auténticos Decadentes, Bersuit, Divididos, Almafuerte y Catupecu Machu, entre otros. Era un espacio prácticamente huérfano de sponsors y asociaciones con grandes corporaciones. Se alimentaba de los festivales que organizaba, el boca a boca, pequeños avisos en los suplementos juveniles o a lo sumo breves en radio. Seguramente sin un lugar como Cemento muchas de las bandas anteriormente citadas hubieran sufrido mucho más para ganarse un lugar en la escena y quizá varias hubiesen quedado en el camino.

Al mismo tiempo, en Cemento ya estaba presente el germen de la tragedia. El diseño casual, la falta de salidas de emergencia adecuadas y la pobre o nula señalización eran el escenario donde se desarrollaba todo. Acaso la suerte y que la cultura del aguante y las bengalas no habían tomado del todo el protagonismo permitieron a Cemento eludir pérdidas irreparables. Pero ese mismo cóctel potenciado por la demagogia de una banda consagrada a la autodegradación y la brutal desaprensión del propio Chabán estallaría el 30 de diciembre de 2004 en el momento más siniestro que padeció la cultura rock argentina: 194 muertos y más de 1.400 heridos sería el resultado de un incendio en el boliche Cromañón (regenteado por Chabán). La tragedia también impuso el adiós a Cemento.

Hoy el under de la cultura rock en la ciudad de Buenos Aires se encuentra sesgado y contra la pared. Atenazado entre espacios ABC1 que funcionan a todo vapor (muy caros para la mayoría de los fans, inaccesibles para bandas no consagradas) y pequeños boliches dispersos que funcionan casi en la clandestinidad. Se extraña y sobre todo se necesita uno o varios Cementos con la lección aprendida. Que den las garantías de seguridad básicas y funcionen como una plataforma de desarrollo para una cultura en la encrucijada.

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