Por Felipe Pigna. Director General
Leopoldo Lugones es uno de los escritores icónicos de nuestro país. El Día del Escritor se ha fijado en homenaje a su obra, una obra por cierto intensa, por momentos de gran calidad, pero sinuosa ideológicamente. En sus comienzos adhirió a las ideas de izquierda escribiendo en periódicos como La Montaña, para constituirse en un símbolo de los llamados “nacionalistas”, eufemismo usado en nuestro país para definir a la derecha reaccionaria. Cumplió un rol fundamental en el viraje de enfoque de la oligarquía local hacia el gaucho, personaje maltratado desde sus orígenes por la literatura, el poder y la “justicia”, calificado sin pudor como “vago y mal entretenido” por gente que no se caracterizaba por su amor al trabajo ni su apego a los buenos entretenimientos. La oleada inmigratoria, soñada por la elite apenas como fuente de mano de obra barata para sus estancias y para las obras necesarias para adaptar al país a las demandas del mercado mundial, conformó también un ventarrón de aire fresco que trajo al país las ideas sociales y justicieras del anarquismo y el socialismo. La operación, emprendida con particular eficacia por Leopoldo Lugones en sus conferencias y charlas en torno al Centenario de la Revolución de Mayo, consistió en descargar sobre la masa inmigratoria todas las acusaciones posibles, resaltando sus “mezquinos intereses”, su “egoísmo” y su desinterés por honrar y agradecer a su nueva patria. Al mismo tiempo, se emprendió la tarea de exaltar a aquel gaucho denostado, redimido ahora como portador de todas las virtudes y noblezas, emparentándolo con los héroes griegos y contraponiéndolo a los “infames” recién llegados. Lugones comenzó a expresar como pocos esa profunda desconfianza que el poder tenía por la democracia que comenzaba a sentirse con las manifestaciones y la adquisición de derechos por parte de la “chusma radical” y detestar la “dictadura del número”, que según esta corriente de pensamiento expresaba el sufragio universal. En 1924, durante el gobierno de Alvear, acompañó al presidente, exponente del ala conservadora del radicalismo, a la celebración en Perú del centenario de la batalla de Ayacucho, aquella que había puesto fin a trescientos años de colonialismo español. Allí brindó un célebre discurso donde auguró la llegada de una nueva hora para América y el mundo, una era de restauración de los viejos valores tradicionales y jerárquicos, una era de obediencia para las mayorías y de orden auspiciado por, según sus propias palabras, la última aristocracia superviviente en aquel mundo en decadencia: el Ejército. En ese lamentable discurso, Lugones anunciaba la “hora de la espada”, legitimando los golpes cívico-militares, como el encabezado por el general José Félix Uriburu el 6 de septiembre de 1930, y que tendrá en Lugones a uno de sus entusiastas impulsores y al redactor del bando golpista. No será ajeno a la designación de su hijo, Polo Lugones, al frente de la división Orden Político de la Policía de la Capital, cargo desde el cual hará gala de una enorme creatividad para desarrollar métodos y elementos de tortura, como la picana eléctrica aplicada sin piedad a opositores radicales, socialistas, anarquistas y comunistas. Lugones padre se suicidará en el Tigre mientras concluía una biografía del general Roca; su despreciable hijo lo hará décadas más tarde, y la nieta del poeta e hija del torturador, Pirí Lugones, desaparecerá en plena dictadura combatiendo los valores promulgados por su abuelo y padeciendo los perdurables métodos impuestos por su padre. Una saga trágica la de los Lugones, una historia argentina.