Por Felipe Pigna. Director General
¿Siempre fuimos y seremos deudores? ¿Acaso la fatalidad, esa enemiga de la historia y de los cambios, nos ha condenado a deber desde nuestros orígenes hasta el fin de los tiempos? La respuesta es “no” y abre otros interrogantes. Por ejemplo, podemos preguntarnos: ¿necesitaba endeudarse la Argentina en el pasado, teniendo una clase terrateniente con un interesante volumen de giro y de depósitos en el exterior? ¿No se podía recurrir al crédito interno, como se había hecho durante la etapa de las guerras de la Independencia? Nos han hecho creer, a lo largo de estos casi 200 años de deuda externa, que nuestro país ha padecido el mal “endémico” y crónico de la falta de capitales, cuando estos abundaban y estaban a la vista en los lujos, mansiones y estilo de vida de nuestras “clases decentes” de 1824 a esta parte. Va quedando claro que el origen de nuestra deuda externa, el empréstito Baring Brothers, fue un brillante negocio para unos pocos vinculados con el poder de turno y que su utilización –y esto es lo que le da sentido o crédito externo– no se aplicó, como los miles que vendrían después, en nada productivo. Sólo sirvió para aumentar el capital de los que estaban en condiciones de prestarle dinero al Estado y evitarle la inauguración de nuestra deuda externa. El empréstito Baring fue una estafa al Estado, primero provincial y luego nacional. A los estafadores hay que buscarlos entre los funcionarios y los gestores del crédito asociados a la casa bancaria londinense. Resulta muy didáctico repasar las características de la negociación porque permite comprobar qué poco han cambiado en estos años de estafa, como lo haremos en las páginas de este número. El gran negocio de los terratenientes-especuladores que manejaban el país era la inflación; es decir que la devaluación permanente de la moneda distaba años luz de ser una “desgracia”: era un efecto deseado y logrado por quienes cobraban sus exportaciones en oro y pagaban a sus empleados y proveedores nacionales en pesos devaluados. Así trataba de explicar el mecanismo el influyente Financial Times de Londres, el 7 de junio de 1886: “Aparte de los políticos corruptos, el mayor enemigo de la moneda argentina sana han sido los estancieros. Como principales terratenientes y productores del país, su interés radica en poder pagar sus gastos con papel moneda y obtener altos precios en oro por la venta de sus productos. Su noción del paraíso está constituida por buenos mercados en Europa y mala moneda en el país, porque de este modo el oro les provee de tierra y mano de obra baratas”. En 1890, el ministro de Hacienda, Wenceslao Pacheco, decía que había descubierto un “sencillo mecanismo” para zafar de la situación: ¡tomar nuevos créditos para pagar viejos! En aquella época todavía no se otorgaba el Premio Nobel; si no, hubiéramos tenido el primero y en un rubro tan difícil como el de economía, en la persona de tan brillante pensador. Los que no creían en el “sencillo mecanismo” de Pacheco eran los inversores extranjeros, que empezaron a desconfiar de la euforia especulativa de la “joven nación del Plata”, entre otras cosas porque tenía un ministro como Pacheco. La revista para especuladores londinenses The Investor’s Review recordaba a sus lectores: “Desde dos años antes del desastre, sin embargo, estuvo claro para todos los observadores que esta clase de negocios sólo podía terminar en bancarrota. En 1884, la deuda del país era de 42.600.000 libras. En 1891, la deuda externa combinada de los gobiernos nacional y provinciales, sumada a la deuda interna flotante y a las obligaciones municipales, alcanzaba la suma de 154.500.000 libras. Esto representa un aumento de 112 millones de libras en menos de siete años”. El artículo concluía con una frase de enorme actualidad que apuntaba a que la deuda no se había aplicado a ningún fin productivo, ni siquiera para lo que se la había solicitado, o sea para construir obras públicas: “No existen obras públicas de valor equivalente que puedan exhibirse en compensación”. Cualquier parecido con la actualidad no es pura coincidencia.