Por Felipe Pigna. Director General
En la Argentina, la inflación tuvo que ver en su origen y durante siglos con los intereses de los sectores dominantes, que cobraban sus exportaciones en libras y les pagaban a sus trabajadores y a sus proveedores locales en pesos devaluados. Es decir que la inflación y la devaluación permanente de la moneda distaban de ser una “desgracia”: eran un efecto deseado y logrado por el poder económico argentino, que manejaba los mecanismos del Estado a través de gobiernos surgidos de comicios fraudulentos. La devaluación, consecuencia de la inflación, les permitía licuar sus millonarias deudas contraídas en pesos con los bancos locales.Así trataba de explicar el mecanismo el influyente The Financial Times de Londres: “Aparte de los políticos corruptos, el mayor enemigo de la moneda argentina sana han sido los estancieros. Como principales terratenientes y productores del país, su interés radica en poder pagar sus gastos con papel moneda y obtener altos precios en oro por la venta de sus productos. Su noción del paraíso está constituida por buenos mercados en Europa y mala moneda en el país. De este modo el oro les provee de tierra y mano de obra baratas”.
La inflación y la devaluación del peso, que van de la mano, fueron entre 1810 y 1863 del 2.500 por ciento. La aparición del papel moneda le dio al incipiente Estado argentino una herramienta invalorable de la que haría uso y abuso a lo largo de estos casi 200 años. Los desastres financieros cometidos por Bernardino Rivadavia y su Banco Nacional fueron denunciados por Juan Manuel de Rosas, quien a su turno tampoco le haría asco a la maquinita de imprimir billetes declarados muchas veces de “curso forzoso”, es decir, que no podían ser canjeados por el metálico que supuestamente los respaldaba y certificaba que el valor indicado se correspondía con la realidad.
Es importante recordar que en 1887, el gobierno de Miguel Juárez Celman promulgó la ley 2.216, de “Bancos Nacionales Garantidos”, que permitía a los bancos privados emitir billetes de curso legal con el respaldo de las reservas en oro del Estado. La misma ley autorizaba a fundar un banco a cualquier persona que pudiera demostrar un capital mínimo de 25.000 pesos moneda nacional. El sistema era –o debía ser– el siguiente: los bancos le compraban al gobierno títulos de la deuda interna. El gobierno les entregaba las sumas pagadas en billetes con el nombre de cada banco. Para controlar el cumplimiento de la ley, inspeccionar a los bancos y entregar los billetes garantizados, se creó la Oficina Inspectora de Bancos Garantidos.
Se estaba gestando un negocio colosal. La prueba contundente está en el crecimiento del número de bancos que comenzaron a aparecer como los hongos después de la lluvia: de junio a diciembre de 1888 se crearon nueve bancos provinciales garantidos y en sólo dos años ya existían veinte: el Banco Nacional, agente financiero del gobierno central; trece provinciales, con capitales aportados por sus respectivos gobiernos, y seis privados. En menos de dos años los bancos comenzaron a enviar sus capitales al exterior y el Estado debió limitar el retiro de los ahorros depositados en los bancos. Tras la revolución del 90, que acabó con el gobierno de Juárez Celman, el nuevo presidente, Carlos Pellegrini, le decía a La Nación estas palabras que harían escuela, a la que concurrirían no pocos gobernantes argentinos: “El día en que dejemos de pagar ese servicio quedaremos anotados en la bolsa de Londres como fallidos fraudulentos y no seremos nada ni nadie. Seríamos una nación sin crédito y sin honra. ¡Oh! Eso hay que cuidarlo con toda religiosidad. En eso estriba nuestra vida misma de nación. Si la República Argentina falta a sus compromisos, no se levantará en treinta años, y si pasa ahora su crisis con honor, crecerá su crédito mañana inmediatamente. Usted sabe que conozco bastante la opinión europea; por eso me esforzaré a hacer ese servicio puntualmente, y si las rentas no alcanzaran para pagarlo, aunque no se pague la administración, pedirá autorización para vender los bienes de la nación, y cuando no hubiese más, pondría la bandera de remate hasta a la misma casa de gobierno”.