El hombre que rescató al país del tembladeral y lo convirtió en un lugar habitable volvió al sur para siempre dejando en la calle una mezcla de estupor y tristeza que quizá no se disipe nunca.
viernes 12 de julio de 2013 | 3:26 PM |Y un día se fue. Inesperadamente. Sin avisar. Él, ese flaco, alto, medio desgarbado, virola, de nariz ganchuda, que movía las manos espasmódicamente; él, que acostumbraba a marcarle la agenda a todo un país, que era imprevisible, creativo, espontáneo, fue sorprendido por esa muerte que lo andaba buscando desde hace unos años. Dejó una ausencia y un legado, la voluntad política y la terquedad, sus convicciones y un pulso de hierro. Llegó desde el sur hace poco más de una década, era el ignoto gobernador de la provincia de Santa Cruz, fue presidente, transformó a la Argentina para siempre, y se volvió al sur en un avión blanco un día lluvioso. Se fue envuelto en madera y con una bandera celeste y blanca. Se fue para no volver nunca más. Como si se tratara de una ironía del destino, “temprano levantó su muerte el vuelo” y se llevó al líder político más querido por el pueblo después, quizás, de Juan Domingo Perón y Evita. Se llamaba Néstor Carlos Kirchner, tenía 60 años. Era el “loco Kirchner” como lo rebautizó el presidente de Venezuela, Hugo Chávez.
Y algo de loco tenía sin duda. Nadie puede olvidar sus malabares con el bastón de mando el día de su asunción, ni sus bromas permanentes, ni su forma extraña de coraje político que consistió en enfrentar –aun cuando negociara– a corporaciones como la Iglesia, la Sociedad Rural, los medios hegemónicos de comunicación, el Fondo Monetario Internacional. Cierta “noble estulticia”, como diría Erasmo de Rótterdam, debía tener este ex presidente que en tan sólo cuatro años rescató al país del tembladeral y lo convirtió en un logar habitable. Porque rompió moldes, resquebrajó formas y solemnidades y, con esos gestos, le devolvió a la política el fervor militante que hoy anida en los miles de jóvenes que desfilaron por la Plaza de Mayo.