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La Revista

Tinta roja: La misteriosa muerte del general

Durante su exilio en Montevideo, Alberdi fue secretario de Juan Lavalle, sobre cuyo violento final no existe una versión concluyente. Se presume que, acorralado por una partida federal, se suicidó. Aunque sus hombres se permitieron sospechar otra cosa.

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CyC 2329 mayo 2017 Tinta roja

Por Ricardo Ragendorfer. El joven Juan Bautista Alberdi marchó al exilio una mañana otoñal de 1838. Y ya en el bote que lo arrimaba al bergantín a punto de zarpar hacia Montevideo se permitió un gesto algo teatral: tirar al agua la divisa punzó que el régimen rosista hacía usar a los ciudadanos.

Entre las múltiples ocupaciones que desplegó en aquella ciudad resalta la de secretario del general Juan Lavalle. Un sujeto de temperamento difícil y muy tozudo en su visión política. Ambas cosas incidieron en que el vínculo laboral entre ellos no fuese duradero. Aún así, el 2 de junio del año siguiente Alberdi acudió a la Puerta de la Ciudadela para ver a Lavalle partir hacia la isla Martín García al frente del Ejército Libertador, una fuerza de casi tres mil hombres que batallaría contra los federales. Aquella fue la última imagen del general que él se llevó a sus ojos.

Dos años después –tras ser vencido en Famaillá por Manuel Oribe– Lavalle sólo conservaba doscientos hombres extenuados. Su propia estampa alta y rubia lucía declinada. Poco quedaba del héroe de Ituzaingó, Riobamba y Maipú. Frágil de salud y remordido por el fusilamiento de Manuel Dorrego, el general estaba por cumplir 44 años cuando se acercó con su milicia a San Salvador de Jujuy. Corría el 8 de octubre de 1841.

Esa noche de cielo encapotado, la tropa quedó acampada en las afueras de la ciudad al mando del coronel Juan Esteban Pedernera. Lavalle avanzó hacia el casco urbano para pernoctar bajo algún techo, a sabiendas de que la autoridad unitaria había puesto los pies en polvorosa. Lo acompañaban su edecán, Pedro Lacasa; el secretario civil Félix Frías; dos oficiales y ocho soldados, además de Damasita Boedo, su soldadera, una bella pelirroja que encubría sus curvas con ropaje varonil.

San Salvador era la viva imagen de la desolación y el presagio. Lavalle y los suyos encontraron refugio en el caserón de la familia Zerranuza, abandonado un día antes por el delegado unitario Elías Bedoya, ahora en desaforada fuga. El general y Damasita se instalaron en el dormitorio que enfrentaba al segundo patio. Frías y Lacasa, en una habitación pegada al zaguán. Otra fue ocupada por los dos oficiales. Y los soldados se tendieron en el primer patio. Menos el centinela, apostado junto al portón de cedro macizo.

 

Como quien no quiere la cosa

Al clarear se detuvo ante la vivienda una partida federal de quince jinetes al mando de Fortunato Blanco. Buscaban a Bedoya sin siquiera imaginar quien realmente se alojaba allí. El centinela atrancó el portón y dio la voz de alarma. Lacasa y Frías se lanzaron al dormitorio de Lavalle. Y Lacasa exclamó:

–¡Los enemigos están en el portón, general!

–¿Qué clase de enemigo son? –quiso saber Lavalle.

–Son paisanos –respondió Frías.

El secretario evitaba mirar a Damasita con poca ropa, casi desnuda.

–No hay cuidado. Manden a ensillar, que nos abriremos paso –fueron las palabras de Lavalle mientras comenzaba a calzarse las botas.

Sobre la mesita de noche estaba su pistolón francés. El general lo observó de soslayo. Damasita, desde el lecho, también.

Lacasa y Frías fueron hacia el fondo para buscar los caballos. Frías se apuró en partir en su cabalgadura por la salida posterior para avisar a Pedernera lo que sucedía. Pero sufrió una demora por eludir la posición de la patrulla atacante.

Mientras tanto, en el acampe tropero –situado a medio kilómetro– prevalecía la incertidumbre; hasta allí había llegado el griterío de los federales. Pedernera entonces ordenó a los soldados ponerse en movimiento. De pronto –tal como lo consignaría él en 1886, al dictar sus Memorias–, fueron audibles a lo lejos “tres descargas de tercerola seguidas de otra distinta; luego, un silencio espeso”.

Esos mismos estruendos hicieron que Lacasa, aún en los palenques, volviera sobre sus pasos. Y lo que vio en el siguiente instante quedaría grabado para siempre en sus retinas: el general Lavalle estaba despatarrado en el zaguán con la garganta destrozada en medio de un charco de sangre y las convulsiones del final. A centímetros de la mano izquierda yacía su pistolón. Sólo Damasita se encontraba con él en el momento de los disparos. Y seguía ahí, semidesnuda. Lacasa la cubrió con su capote. Los federales ya se habían alejado.

 

Damasita y esa posibilidad

Algunos soldados rodearon el cuerpo. Otros estaban ante el portón con los ojos clavados en la cerradura rota que uno de ellos señalaba con un dedo. La escena parecía congelada. Y sin palabras se dio por sentado que una bala de tercerola la había atravesado para impactar en el cuello del general.

Su cadáver quedó en el caserón, mientras la tropa reanudaba el repliegue hacia el Alto Perú. Pero, súbitamente, Pedernera detuvo la marcha y mandó a dos soldados y un teniente a rescatarlo. Ellos volverían con el muerto cargado en su caballo. Un poncho le hacía de mortaja.

Durante la travesía, por la mente de Frías desfilaron postales dispersas sobre su última etapa junto a Lavalle. Una etapa en que sus actitudes, reacciones y reflejos ya resultaban inquietantes. Una etapa en que sus actitudes, reacciones y reflejos ya resultaban inquietantes. Entre estas, su inclinación por desatender las responsabilidades militares para entregarse a los placeres de la carne.

Como cuando –aún muy afectado por la derrota de Quebracho Herrado– se recluyó en una hacienda de Catamarca para compartir con la despampanante Solana Sotomayor –esposa del gobernador riojano, Tomás Brizuela– cuatro días y noches sin salir de la cama, mientras sus oficiales, desesperados, iban y venían de un lado a otro de la puerta a la espera de instrucciones.

En aquella circunstancia, Frías le dijo a Pedernera:

–La causa de la libertad, señor coronel, se pierde por las mujeres.

Y la respuesta fue:

–Hay algo peor, don Félix: durante la batalla él se colocaba tan cerca de las líneas de tiro, que parecía buscar la muerte.

Es posible que Frías evocara tal diálogo durante esa mezcla de huida lenta y procesión fúnebre. Y quizás entonces haya volteado la vista hacia el caballo cargado con el cuerpo del general bajo una nube de moscas. El sol abrasador no favorecía su conservación.

Damasita cabalgaba a una distancia prudencial.

Frías enfocó su mirada en ella.

Fruto de una aristocrática familia salteña, esa mujer de 23 años era hija del coronel José Boedo y Aguirre, sobrina del diputado Mariano Boedo y hermana de José Félix Boedo, un joven federal fusilado con un tío materno en vísperas al desastre de Famaillá por orden de Lavalle, y pese a la súplica de clemencia llorada por Damasita. Pero luego se le presentó otra vez, para decir: “Quiero seguir tus ejércitos. ¡Soy unitaria!”.

El amor entre ellos tuvo esa penumbra.

Frías, que no comulgaba con la idea del balazo que atravesó la cerradura, seguía observando a la soldadera del general.

Sólo Damasita –pensó él– atesoraba el misterio de su muerte. ¿Acaso lo vio infringirse ese desenlace o fue ella la llave vengadora de su final?

Por su avanzada descomposición, al cuerpo de Lavalle hubo que descarnarlo en el poblado de Huancalera. Pero los huesos –lavados–, la cabeza –envuelta en un pañuelo muy ajustado–y el corazón –sumergido en aguardiente– fueron llevados en 1842 a la ciudad trasandina de Valparaíso.

Fue justamente allí donde Juan Bautista Alberdi supo los detalles del final de Lavalle por boca de Frías. Ambos por entonces estaban exiliados en Chile.

Damasa jamás volvió a Salta. Y murió con su secreto en 1880.

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