Por Víctor Santa María. Presidente del Grupo Octubre
“Tangomao” era un africanismo en lengua portuguesa –contaron los historiadores José Gobello y Ricardo Rodríguez Mola– que significaba “hombre que trafica con negros”. Es que la música de la negritud anduvo muchos caminos hasta recalar en el Río de la Plata, primero como milonga tamboril que se tocaba con “tangó”. Y esa milonga fue la madre del tango que, cercana a los puertos, era bailada por y entre hombres.
Los inmigrantes de todo destino bailaban al ritmo de esos tambores. Recién en 1912 el tango tuvo su partida de nacimiento oficial en el Palais de Glace que inauguró un italiano llamado Antonio Demarchi. Y si el tango primero fue orillero, a partir de entonces se extendió como una curiosidad a las clases altas porteñas. Y ya no se detuvo como la música ciudadana. Pero fueron los inmigrantes, en su mayoría obreros, quienes definieron su popularidad, su porvenir y contenido, y el paso del tango bailado al cantado. Por lo tanto, sus letras tenían un fuerte tono social como crónicas de los sectores populares y sus padecimientos no sólo amorosos sino también de protesta. Fue cantado maravillosamente por Carlos Gardel –que supo criticar la Década Infame– y las letras marcadas por el anarquismo, el socialismo y más tarde el peronismo se plasmaron en tangos como “Acquaforte”, “Al pie de la Santa Cruz”, “Pan” y, más tarde, con Homero Manzi y Enrique Santos Discépolo, con “Las cuarenta” o “Cambalache”. Cómo olvidar, en la década de los 90 del siglo XX, a la gran Eladia Blázquez que supo mostrar esa “Argentina Primer Mundo” y sus consecuencias. Letra profética también para el hoy, que en su párrafo final dice: “En un loco vale todo, un caniche acicalado morfa más que un jubilado que no llega a fin de mes. Y en la cruda indiferencia, entre el cólera y el curro, hay un juez que se hace el burro y también… hay un burro al que hacen juez”.