Por Felipe Pigna. Director General
Los años del radicalismo en el gobierno coincidieron con los de la consagración del tango como música popular “ciudadana”. Desde comienzos de siglo venía recibiendo mayor aceptación, dejando atrás su fama de orillero y marginal. Así, la editorial Rivarola había logrado vender cien mil ejemplares de partituras del tango “La morocha”, de Enrique Saborido, claro que con una letra ingenua, escrita por Ángel Villoldo en 1905, que poco tenía que ver con los versos prostibularios que solían adosarse a los tangos por entonces: “Yo soy la morocha,/ la más agraciada, la más renombrada de esta población”.
A partir del Centenario, como danza, el tango ingresó en los cabarets “refinados” y poco a poco sus partituras podían aparecer en alguna casa de clase media con piano. Pero fue recién a partir del tango canción que se fue difundiendo masivamente por medio de los discos y de los sainetes costumbristas y, luego, por la radio. Suele señalarse como momento de cambio el éxito de “Mi noche triste”, de 1916 y estrenado en Buenos Aires en 1918. El tema del hombre abandonado por su amante, que inaugura la letra de Pascual Contursi sobre música de Samuel Castriota, además de la larga trayectoria que tendrá, sirvió de transición entre las elementales letras previas, que adoptaban el tono desafiante y zumbón del cafishio, y una nueva galería de personajes que construirán estereotipos de la vida porteña, pero que también llevarán a la labor de letristas como Celedonio Flores, Enrique Cadícamo, Discépolo, Homero Manzi o Cátulo Castillo, entre muchos otros, que se escaparán del lugar común.
Sin duda, los personajes femeninos más recordados en los tangos de la primera posguerra son las pobres Esthercitas devenidas milonguitas, las “francesitas” como Griseta, con destino trágico, o las ambiciosas Margots y “muñecas bravas”, que ya mencionamos; las que, por engaño o “por su culpa” rodaban en la “mala vida”. También las “minas” que soñaban con el nivel de consumo y confort de las clases altas o medias más encumbradas, como la que pintaba Pascual Contursi en 1924, que “aburrida/ de aguantar la vida que le di/ cachó el baúl una noche/ y se fue cantando así: yo quiero un cotorro que tenga balcones,/ cortinas muy largas de seda crepé,/ mirar los bacanes pasando a montones/ pa’ ver si algún reo me dice ¡qué hacé!”.
El caso de Gardel merece un análisis detenido. Es indudable que fue habitué de los comités conservadores y tuvo una cercana amistad con caudillos como Alberto Barceló. Pero no está de más recordar que en 1925 grabó la marcha yrigoyenista. Sus constantes viajes lo fueron alejando de la realidad nacional y se dejó llevar por sus viejas amistades derechistas para grabar el 25 de septiembre de 1930 “Viva la Patria”, una apología del golpe de Uriburu compuesta por Francisco García Jiménez. Tres años después, desencantado, grabó “Milonga del 900”, en la que podía escucharse: “Soy del partido de todos/ y con todos me la entiendo/ pero váyanlo sabiendo/ soy hombre de Leandro Alem”. En lo que se reconoce como uno de los primeros videoclips de la historia, Gardel –interpretando un personaje en la miseria– dialoga con otro que dice “me dejaron cesante…y eso que yo también era revolucionario”, en referencia al golpe del 30. Finalmente, grabó con el enorme Enrique Santos Discépolo el prólogo a “Yira, yira”. El tango reflejará como ninguno la crisis de 1930, el desamparo de un Estado atendido por sus dueños al que le dirá: “Cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón”. Cátulo Castillo y Aníbal Troilo daban vida a “La última curda”, con aquellas inolvidables palabras: “Ya sé, no me digás, tenés razón, la vida es una herida absurda” y frases como “¿no ves que vengo de un país que está de olvido, siempre gris?”. Con esa maravillosa música sonando en el ambiente, el general Aramburu firmaba en marzo de 1956 el decreto 4.161 que pretendía prohibir al peronismo en todas sus formas y expresiones.