Entre 1935 y 1992, la moneda argentina, en sus diferentes variantes, perdió trece ceros. Pero la confianza en la moneda nacional se había minado ya a fines del siglo XIX y la política de desvalorizarla fue siempre utilizada por las clases dirigentes antipopulares.
lunes 29 de octubre de 2018 | 1:40 PM |
Por Felipe Pigna. La Argentina vivía un verdadero caos monetario y hasta fines del siglo XIX no tuvo una moneda nacional única. El peso argentino nació en 1881 y sufrió los avatares de la crisis del 90 a tal punto que los trabajadores comenzaron a exigir que se les pagara en oro por la desconfianza que les generaba el valor real de la moneda nacional. Siguió un período de revalorización del peso que preocupó a la clase dirigente, que presionó para devaluar la moneda y comenzó a generalizar mecanismos para aumentar su tasa de ganancia a costa de los ingresos de los sectores populares. El más frecuente fue el de los subsidios estatales a sus actividades y las submonedas, billetes emitidos por las provincias en la que cobraban los empleados del Estado y la mayoría de los trabajadores locales.
El otro recurso era la emisión de fichas o vales con las que les pagaban a sus obreros y peones en los ingenios madereros, yerbateros y azucareros, especie de vales expresados en pesos que sólo podían ser canjeados en los almacenes de las empresas emisoras, donde todo costaba entre 20 y 50 por ciento más caro que en los otros negocios. Esto bajaba aún más los ya bajísimos costos laborales y sumía en la miseria y en la dependencia a los trabajadores, que no podían disponer de sus salarios, porque fuera de los límites de aquellos verdaderos feudos, los “vales” no valían nada.
Aquel peso de 1881 fue relanzado en 1889 y sobrevivió con muchos avatares hasta 1935. Durante aquel período los precios se mantuvieron relativamente estables gracias, entre otras cosas, a que la demanda estuvo contenida por los bajos salarios que percibía la mayoría de la población.
Durante la década peronista crecerán los índices inflacionarios, pero por primera vez en la historia por el aumento considerable de la demanda como consecuencia de la incorporación al mercado de consumo de millones de personas con una flamante capacidad adquisitiva y necesidades acumuladas.
Siguieron las políticas de ajustes del FMI, al que la Argentina se incorporó en 1956, el invierno de Álvaro Alsogaray y las devaluaciones permanentes del peso y la pérdida consecuente de la capacidad de consumo de los sectores populares, que se recuperaría notablemente durante el breve gobierno de Arturo Illia para caer abruptamente durante la dictadura de Juan Carlos Onganía, creador del peso ley 18.188 que arrasaría con otros dos ceros del peso moneda nacional.
PERÓN Y DESPUÉS
El pacto social firmado con el aval de Juan Domingo Perón durante el gobierno de Héctor Cámpora intentó frenar la inflación congelando precios y salarios. El acuerdo funcionó bien inicialmente pero no contemplaba las variables de una economía mundial que eclosionaría a fines de 1973 con la crisis del petróleo. Tras la muerte de Perón y el fallido intento de Isabel Martínez de sostener artificialmente el pacto, todo estalló en junio de 1975, cuando el lopezreguista Celestino Rodrigo aplicó un plan de ajuste elaborado por el FMI que llevó al país al borde de la hiperinflación durante el tristemente célebre Rodrigazo, en el que los salarios se volatilizaron.
La última dictadura decidió aplicar una política “liberal” muy particular, congelando los salarios, liberando los precios y “controlando” la inflación y la devaluación con una “tablita” que establecía el valor del dólar a futuro. La crisis de la “Patria financiera” de 1980-81 destrozó la tablita, se disparó la inflación y en plena decadencia, la dictadura nos dejó, junto con un país destruido y malherido, una nueva moneda: el peso argentino, que allá por junio de 1983 se quedó con cuatro ceros del peso ley.
El gobierno democrático de Raúl Alfonsín intentó recomponer los salarios pero los “capitanes de la industria” no confiaban en que con la democracia se comía, se educaba y se curaba, y no aumentaron la producción de acuerdo con el incremento de la demanda, lo que sumado a la brutal presión de los organismos financieros internacionales, que habían sido tan complacientes con la dictadura, generó una creciente inflación que Alfonsín intentó detener con un plan económico que implicaba una nueva moneda, el austral, que se quedaba con tres ceros del peso argentino. Hubo un breve período de euforia, consumo y viajes, pero todo terminó en un rotundo fracaso y en el “golpe de mercado” que devino en la hiperinflación de 1989.
Llegó Carlos Menem, el hombre que prometió la revolución productiva y el salariazo, y lo único que cumplió fue quitar la tristeza a los niños ricos. Tras dos años de creciente inflación, decidió establecer la convertibilidad y la ficción de que la economía argentina podía equipararse con una 70 veces superior, la estadounidense, al punto tal que la nueva moneda, el peso, que le sustraía al pobre austral cuatro ceros, se cotizaría por encima del dólar.
A aquel peso moneda nacional de 1935 lo habían ido devaluando hasta despojarlo de trece ceros, o sea que el peso de 1992, el de Menem y Domingo Cavallo, equivalía a 10.000.000.000.000 de pesos moneda nacional. El resto es historia tristemente conocida, que deseamos que no se vuelva a repetir ni como tragedia ni como comedia.