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La Revista

No hay que barrer la roña debajo de la alfombra

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Por María Seoane (Directora de Contenidos Editoriales)

La tragedia de Time Warp en Costa Salguero –donde murieron cinco jóvenes por consumo de drogas sintéticas de diseño– lleva a algunas reflexiones más allá de la tríada policial que compusieron las complicidades entre los dueños de la empresa concesionaria, Telemetrix; la empresa Dell, organizadora de la fiesta de música electrónica, y Block, la que abastecía de bebidas el lugar. Además de la vista gorda de un Estado municipal ausente con aviso, a juzgar por las primeras investigaciones judiciales. E incluso el inútil recurso de prohibir esas fiestas de ese mismo Estado, que es como barrer la roña debajo de la alfombra para que no se vea, pero que todos saben que allí está. Hay algo debajo de la alfombra que debe ser pensado: la relación de esos jóvenes con el mundo, con la política, con la ideología y con la idea del Otro. Porque, ¿qué necesidad existe en la búsqueda del placer a costa de la vida? ¿Cuál es el contexto por el que un país produce icebergs sociales que revelan los signos malditos de una época donde el placer se busca aun a riesgo de morir?

Hasta los años 90, cuando en la Argentina comenzó el reinado del neoliberalismo –un regreso sin sangre, a diferencia de lo que había ocurrido con su entrada en el país con la dictadura en 1976–, el estimulante masivo más conocido entre jóvenes, adultos y bons vivants era la marihuana, ese aroma dulzón que se propagaba en cuevas y discotecas. Algo ocurrió camino de la desestructuración que el homo neoliberal definió por entonces: el estilo yuppie que correspondía a los excitados jóvenes agentes de Wall Street, o de la minusválida City porteña. “Money, money” parecía ser la consigna: eres si tienes dinero. A comienzos de la era Menem, en 1991, acababa de ser publicada en los EE.UU. la novela American Psycho, de Brest Easton Ellis, la extraordinaria crítica a ese ser brutal, hedonista, que anticipaba la centralidad de las drogas como el elixir vinculado al disfrute y el éxito. El protagonista, un tal Bateman, es un yuppie supuestamente asesino en las calles de Manhattan, desesperado por el cuidado obsesivo del cuerpo, la desesperación por el dinero a cualquier costo, el sexismo y el narcisismo, el individualismo metodológico que consiste en “si me sirve para mis fines, está bien”, una verdadera ética del canalla, extendida al odio al diferente, sobre todo a los negros, mendigos e intelectuales y artistas. La virtud manifiesta de esta novela no estaba sólo en el talento del escritor, sino en la definición antropológica de un entorno que necesitaba producir un neociudadano capaz de asumir en su propia tipología, de hacer carne en su historia, de todas las lacras que el capitalismo financiero definía como ética de la vida no sólo individual sino cuando en su construcción marcaba los sujetos a descartar: brutti, sporchi e cattivi (feos, sucios y malos).

El consumo de drogas de diseño –Superman se llamaba la pastilla más difundida en la fiesta de Time Warp– lleva a esta reflexión. Porque Superman es el descentramiento del hombre común: es la perfecta máquina de poder, como si fuera un banco que produce dinero fácil que llega a tu bolsillo sin esfuerzo. El Otro que baila con vos es sólo una plataforma desde donde la droga se justifica, pero que está legalizada porque en Time Warp nadie se hubiera espantado de ese exceso de poder. No existen aún datos suficientes para ver la composición social de esa fiesta. Pero sí los datos suficientes para saber que muchas de las víctimas allí querían ser como Bateman, como Superman. Y entonces, esos neociudadanos, no por nuevos sino por hijos del neoliberalismo, son uno de los mayores enigmas a revelar cuando seriamente se intenta combatir el flagelo de la droga. Ese paraíso de poder, de dinero, de éxito que tan bien describieron los años del neoliberalismo, es el ataúd en el que terminaron los hijos de la clase media argentina que estuvieron en Costa Salguero.

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