Rara mezcla de actriz popular, cerebro intelectual y activista política, Soledad Silveyra es una mujer que nunca deja de sorprender. En una charla inusualmente íntima, se despoja del glamour de la estrella y cuenta sus infiernos más temidos.
miércoles 17 de julio de 2013 | 3:43 PM |Soledad Silveyra vive como si hubiera una niña dentro de ella, una niña que trata de esquivar la tristeza con una entereza a prueba de grandes batallas. Por un lado con el trabajo, y por otro con el amor, como si esas medicinas fueran suficientes para dejar atrás un pasado doloroso. Ahora su rendido enamorado es Chacho Álvarez, y el tiempo irá contando esta historia que recién empieza.
–¿Te gusta tu manera de plantarte ante la vida?
–Creo que hay estrategias, cada uno tiene la suya. A mí me gusta poner las cosas sobre la mesa. Yo soy una mujer de debate, por ejemplo con el progresismo argentino, que está todo dividido, es como si no pudiéramos pintar un cuadro entre cuatro. Eso me duele profundamente. Creo que tenemos que hacer una revisión, y sobre todo la derecha. Los argentinos nos debemos una autocrítica en todos estos años de democracia. De lo contrario somos una réplica de Montescos y Capuletos. Soy una afiliada socialista y, desde mi lugar, siento que sería bueno que fuéramos distintas patas pero de una misma mesa. Podemos tener diferencias, pero hay proyectos nacionales que son irreversibles.
–Los medios parecen estar del lado de enfrente.
–Pero nosotros somos actores, trabajamos, igual que los periodistas. Si tengo que hacer una novela en Pol-ka, ese es mi trabajo. Pero a los actores, a los periodistas se nos pone en un lugar muy desagradable.
–Ciertos periodistas son muy cuestionables. Hacen una novela de la realidad.
–Creo que hay que mantener otro nivel de diálogo. Estoy de acuerdo con la Ley de Medios: es una ley que venimos peleando desde hace muchos años, pero a lo mejor hacía falta un debate mayor. Aunque también es comprensible, como lo puede entender cualquier opositor, que un proyecto tan importante debió haber salido por mayoría.
–Pero el Congreso se ha convertido en un lobby, sobre todo el Senado.
–Tengo un hombre que ha vivido lo que es el Senado, bueno, no sé si lo tengo pero lo tengo al lado, de compañero. Es muy doloroso no poder revertirlo, para poder solucionar los problemas que tenemos. Como los que no quieren pagar los impuestos porque argumentan que se los roban. Es un problema cultural. Pero no pierdo las esperanzas. Yo voy a seguir dando mis opiniones. Gracias a Dios el miedo lo perdí hace tiempo. Una mancha más qué le hace al tigre.
–Te tocó entrevistar a Cristina Fernández. ¿Ya la conocías?
–La había visto. Nos saludamos en el acto de la Esma, donde leí un texto. Ahí me agarró una crisis de llanto, aunque últimamente lloro más de felicidad. Me acuerdo que me tuvo que venir a contener Mex Urtizberea. Me pasó también cuando recibieron un premio las Madres del Paco e H.I.J.O.S. Y yo decía: “Mirá vos, treinta años de la Argentina. Los hijos de los desaparecidos y los chicos que fuman paco. Me dio tanto dolor, porque era como una Argentina asesinada de dos maneras, y me quebré. Me preocupan mucho las clases más desamparadas, porque es más difícil volver a incluirlas.
–Volviendo al reportaje…
–Cuando lo terminé me quería matar. Después me puse a ver reportajes de otros periodistas, y tampoco ninguno se le atrevió. A mí me cuesta mucho entender por qué se la odia tanto a Cristina. Haría un estudio sociológico del tema. Porque yo puedo no estar de acuerdo con alguien, pero me hace acordar ese odio a Eva, que ya fue. No puedo entender que digan que es soberbia. Tal vez yo tendría que haber sido más ecuánime, pero mi intención no era hacer un reportaje desde lo político, porque no estoy preparada. Me interesaba la mujer, su lugar en el poder, su condición de madre, qué se dicen en la cama con el ex presidente y, sobre todo, acerca de la creencia popular de que el que gobierna es él.
–Esta es una sociedad muy machista, también las mujeres.
–No es de ahora. Las mujeres somos más machistas que los hombres: los parimos y nos casamos con ellos. El otro día fui a Morón para hablar de la inseguridad, y sugerí que habláramos también de la inseguridad privada, de la mujer golpeada: 170 mujeres muertas por sus parejas. Mucha violencia, y nos desentendemos. Es muy importante que seamos protagonistas de nuestra propia historia. Esto es una frase hecha, se la escuchaba a mi abuela, que hoy tendría 120 años. Era una mujer que no tenía nada que ver conmigo desde el punto de vista ideológico, una mujer humilde que cuando llegó a ser clase media tuvo una mucama y la trataba como a una sierva. Me acuerdo de una anécdota que ella contaba: mi abuelo Justo había compartido la Revolución del Parque con Alem, allá por 1880 y pico. Había guardado el sable, y cuando Uriburu tomó el poder en el 30, despertó a su hermano por miedo y tiraron ese sable, que era una maravilla, a una alcantarilla. Cómo pudo hacer semejante cosa, aunque fue alguien a quien amé profundamente.
–El amor suele ser ciego.
–En mi familia yo ya soy la mayor. Entonces decidí hacer un homenaje en el hall de entrada de mi casa a todos mis muertos, como digo yo, porque la gente tiene palabras que no quiere nombrar: la muerte, el fracaso, la vejez. Son palabras innombrables, y yo trato de jugar con esas palabras, las tengo incorporadas a la vida. Así que en esa pared mi abuela por supuesto será protagonista, y mi madre, a pesar de haber estado muchos años enojada con ella: se suicidó cuando yo tenía 32 años, y mi padre murió cuando tenía 16. En realidad soy niña abandonada porque mi padre no me crió ni me educó. Lo habré visto cinco veces. Desertó el viejo, y creo que eso trae consecuencias en la vida.
–Me conmueve tu tenaz búsqueda del amor. ¿Será por esa ausencia?
–Ya no lo cuestiono, porque gracias a Dios con mis hermanos pudimos reconstruir la historia. Mis padres se separaron cuando tenía 8 años, y luego se volvieron a casar los dos al mismo tiempo. Entonces tengo del lado de mi padre un hermano, Eduardo, y una hermana de la misma edad de mi hermano Máximo Silveyra, que se me fue por el HIV hace siete años, y tengo dos sobrinos, que son otra razón de vida. Ocurrió que, cuando tenían 16 o 17, me vinieron a buscar. Fue muy hermoso. A mí lo que me importa es que el resentimiento no me invada el alma: tengo que tenerla muy limpita, porque soy una comunicadora de emociones, y si estoy en turbulencias, no funciono bien.
–¿Lograste amigarte con tu mamá?
–Era como Judy Garland, mi pobre madre querida. No me gusta hablar de ella por respeto, ya que no puede responderme. Pero te hago una descripción: era una mujer adicta a pastillas para levantarse, para acostarse, para comer, para no comer, y eso mezclado con alcohol. El marido pudo contenerla un tiempo, pero luego ya no, y la relación se fue por la borda. Desgraciadamente murió después. Es una lástima, porque era una mujer brillante, hermosísima.
–Creo que cuando conocí a tu abuela, también estaba tu mamá ahí.
–Ya no estaba bien mamá. ¿Te acordás de la asistencia pública que había en la calle Esmeralda cuando éramos chicas? Mi vieja se caía por la calle, y ahí tenía que ir a buscarla a los 6 años. Pasé una infancia muy dura, que me podría haber dañado mucho. Lo hizo, pero siempre tuve la suerte de poder hablar, de no quedarme con las cosas adentro. He pasado por situaciones muy violentas, pero no pudieron…
–No pudieron con vos.
–Todavía no consiguieron golpearme. Cada día quiero más a la vida. Ahora soy abuela, me enamoré, no sé por cuánto tiempo. 2009 ha sido muy movilizador. Murió José, mi ex marido.
–Así que fue una de cal y una de arena, que parece ser el leitmotiv de tu vida.
–Sí. Tengo algo de pobre diabla, que es el título que me puso Migré. Siempre siento que me faltan diez para el peso.
–¿Insatisfacción?
–No. Porque si miro alrededor me considero una privilegiada. Y si hay algo que he aprendido en la vida es a mirar el contexto para hacer cualquier análisis. Eso me ayuda a sacar mis deducciones, mirando al prójimo. Es lo que me enseñaron desde chiquita. Siempre fui a colegios de monjas. Primero, al Jesús María, pero cuando mamá se juntó con Carlos, su segunda pareja, me echaron, pese a ser muy buena alumna. Entonces me fui al Santa Rosa, donde las monjas me recibieron con muchísimo amor. Pero tengo escenas terroríficas: como cuando mi mamá entró, gritándome “mocosa”, mientras cantábamos “Alta en el cielo”, totalmente dada vuelta, hasta caer en el piso.
–Tuviste que empezar a trabajar muy joven.
–A los 12 años. Cuando se murió Carlos, quedamos mi madre, mi abuela y mi hermano de 2 años en la ruina. Se empezaron a vender las alfombras, los platos. Yo había decidido ser monja, porque hacíamos mucho trabajo social en las villas. Pero me gustaba encerrarme en el baño para hacer Antígona, y a mi pobre hermano lo metía debajo del agua porque había que enterrarlo. O me daba por imitar a Pinky, y hasta me ponía una capelina como ella. Por eso siempre digo que soy una mezcla entre Xuxa y Alfredo Alcón: una actriz popular que siempre trató de conseguir prestigio. Y me costó mucho, entre las novelas, las películas con Sandro, con Palito Ortega.
–Pero también hiciste Brecht.
–Hice Madre coraje, y también Las visiones, de Simone Machard, dirigida por Robert Sturua.
–¿No estudiaste teatro?
–No. Lo que más necesitaba era trabajar para comer. Ya habíamos vendido todo, vivimos tres meses a arroz. No iba nunca al baño, pobrecita. Entonces Zelmar Gueñol, que era amigo de la casa, me llevó a hacer una prueba a Canal 11, y entré a laburar en una novela, cuyo nombre no me acuerdo, aunque parezca mentira. Dejé el colegio a los 15; las chicas no pudieron cubrirme más con la boina: cuando una se iba a confesar la dejaba sobre el banco, y cuando yo faltaba le decían a la madre Paula que me estaba confesando, hasta que dijo “qué pecadora esta Solita”. Ahí abandoné con sólo el ciclo básico, y desde entonces no paré.
–Demasiado para 15 años.
–Tuve que laburar como una perra, levanté la casa, volví a comprar los muebles, porque llegamos a dormir en el piso. Hasta que me casé a los 18, y como me dolía la falta de formación, me puse a estudiar teatro. Fue cuando la conocí a Ana María Picchio, que para mí era dios. Una vez fuimos a hacer una prueba con Cecilio Madanes, y nos echó. En el ascensor, Ana me abrazó: “No llorés, piba, dejate de embromar, ¿quién es este para hacernos esto?”, y ahí me hice muy amiga de ella.
–Tus carencias me hacen recordar tu relación con David Viñas.
–Mi vínculo con David tenía mucho que ver con Sartre y Simone de Beauvoir. Yo no era obviamente Simone de Beauvoir: no soy académica, soy una actriz popular, o pop, que queda más cool. Era una relación de pareja abierta, donde yo me tenía que bancar a las alumnas. Pero eso me divertía mucho, tratándose de un veterano. Fue una hermosa relación, aprendí muchas cosas. Y sigo siendo amiga: últimamente lo pienso mucho porque hace un montón que no lo veo. Tengo esa suerte: sigo queriendo a la gente que estuvo conmigo. El único que no me quiere es Miguel Ángel Solá, al que adoro, respeto y considero un actor maravilloso, pero una vez me mandó decir que no lo nombrara más. No sé por qué.
–¿Y ahora te volviste a enamorar?
–Volví a sentir esa cosa de amor y pasión, que ya no esperaba ni remotamente. Pensaba que podría tener algún romancete, como para no desacostumbrarme a las caricias. Pero apareció este hombre que es como me lo imaginaba, como lo leí… Le hice un reportaje el 20, y el 21 tuvo el infarto: es un chiste en la relación. Él es guapo, un latin lover. Decí que lo agarré con el infarto. Chacho tenía una relación, yo también. Evidentemente algo nos pasó a los dos que quisimos ser prolijos. Yo necesito ser seducida, soy de otra generación. Y cuando veo cómo vive y cómo es… Por eso me gusta tanto cuando la gente nos dice qué bueno que estén juntos. No creo que se refieran a lo exterior, a lo estético. Me gusta que lo consideren un tipo honesto. Chacho no cobra ni la jubilación de vicepresidente ni la de diputado, es de otro planeta. Entonces, cuando me siento involucrada con un tipo así, me da mucho orgullo.
–¿Sos una valiente?
–A lo único que tengo miedo es a no tener bien mi cabeza, a no tener una vejez digna, a convertirme en otra cosa. Preferiría irme antes. Por eso creo en la eutanasia, en el derecho de decidir la partida, y no someter a nadie a mi destino. Perder la cabeza es perder la memoria, algo que tiene demasiado que ver con nuestra generación.