Cecilia Roth reparte su vida, su crecimiento personal y su familia entre España y la Argentina. Se hizo famosa trabajando con Almodóvar, acaba de ganar el Martín Fierro y está en pareja con el muchachito del momento.
viernes 12 de julio de 2013 | 11:50 AM |Dueña de una personalidad singular y de una belleza que estalla a la vista, todas las miradas recaen sobre ella cuando llega al Museo Evita, muy cercano a su casa frente al Jardín Botánico. Está en un momento brillante y se le nota: sólo oros toca la alquimia interpretativa de Cecilia Roth. Ahora acaricia el proyecto de volver a hacer teatro, aunque no quiere anticipar el tema, así como se niega a hablar de asuntos del corazón que la razón no comprende. Pero basta con mirar sus ojos oceánicos para descubrir una mujer que por fin ha ganado la paz para sí. “Cada día agradezco el estar viva”, declara antes de ingresar en una charla que no tiene pérdida.
–Tenías 14 años cuando participaste en la filmación de Bobeta, una película muy off que no llegó a estrenarse.
–No me acuerdo cómo se llamaba. El protagonista era Osvaldo Quiroga, y las chicas éramos como tres musas adolescentes. Parece un recuerdo del siglo pasado. Salía corriendo del colegio con el guardapolvo debajo del brazo, y me iba a filmar. Me divertía con todo eso, pero nunca pedí verlo.
–¿Esa fue tu primera aproximación a la cámara?
–Era una situación profesional entre comillas. Tenía 14 años y era muy artistona, jugaba siempre con la posibilidad de actuar, de cambiar, de convertirme en otra. A mi hermano lo volvía loco diciéndole que yo no era yo. Esos eran siempre mis juegos, pero en esa época todavía no tenía como expectativa real el oficio de la actuación. Ni siquiera estudiaba teatro.
–¿Cuándo empezaste?
–Más tarde, como a los 16, acá en la Argentina con Antonio Mónaco, que fue mi primer maestro. Cuando me fui a España, en una escuela de teatro, SET, fundada por argentinos, y por José Luis Gómez, el director y actor español. Trabajábamos por lo menos seis horas diarias. Ahí se terminó mi formación, bueno, nunca se termina, menos en el caso de la creatividad. Después continuó con cada maestro que se acercara a España, como Dominique De Fazio, un gran director maestro americano. Con los años entendí todo lo que uno hace para esculpir el bloque de mármol con que llega al mundo; el mío tenía que ver con la actuación evidentemente, y a lo largo de la vida hay que pulirlo. Todos tenemos el don o la capacidad específica de algo. En este caso, para mí está claro que la formación depende de lo que uno traiga consigo. Si no lo tenés, es inútil.
–Lo que natura non da, Salamanca non presta.
–Así es. Cuando se llega a las clases de actuación, o a donde se llegue, según necesidad o esencia; uno piensa que la formación que va a tener es lo que definirá sus maneras, sus formas, su interior. Uno viene ya amueblado, y lo que hay que hacer es pasarle Blem.
–Antes de partir, ¿cómo era tu vida en Buenos Aires?
–Vivía en una casa muy abierta. Mi padre es economista, periodista, y mi madre música. Estaba abierta para los amigos de los hijos, para los amigos de los padres, todos muy mezclados. Tanto mi hermano Ariel como yo fuimos testigos de lo que fueron los años 70 en la Argentina. Vivimos lo mejor y lo peor en carne propia.
–Contame lo mejor.
–Toda la potencialidad cultural, vanguardista. La Argentina, como país latinoamericano, se convirtió en receptor de tantas cosas propias y de otras que venían de afuera, que dieron lugar al desarrollo creativo que tuvimos y seguimos teniendo. Se trata de un patrimonio muy fuerte, más allá de lo devastado que pueda estar el país. Recuerdo una casa siempre muy llena de gente, con mucha música, con mucha discusión política, literaria. Ese fue el lugar de iniciación.
–¿La cercanía de tu padre con Jacobo Timerman fue un factor condicionante?
–¡Qué sé yo! Para mí, era mi tío. La cercanía política y laboral era secundaria. Para mis ojos de niña, importaba lo que significábamos como parentesco familiar. Yo me crié con ese entorno. Mi padre fue amigo de Jacobo desde los 14 años, hasta que se distanciaron. En un momento se pudrió todo, que fue por supuesto después de la liberación de Jacobo, nunca antes.
–Hasta que, entre tanta gente que había en tu casa, cayó un comando montonero en el 74.
–Sí. Lo que pasa es que yo estaba durmiendo, y alguien debió cerrar la puerta de mi cuarto. Ariel estaba en el colegio, y mi madre esa noche estrenaba, entonces subieron con la excusa de entregar un ramo de flores. Fue muy extraña toda la movida porque era una manera de amedrentarnos. No hubo secuestro, no hubo muertes, no hubo heridos. No hubo nada más que la sensación que aún conservo, pese al paso del tiempo: “Ojo, cuidado, aquí de alguna manera hay que andar con cuidado”.
–¿Tuviste miedo?
–Ni me enteré. Estaban mi madre, mi padre, la señora empleada y la perra, los encerraron a todos en el balcón y se fueron. Entonces empezaron a gritar “¡Cecilia, Cecilia!”. Debían de ser las 9 o 10 de la mañana, y no me acuerdo por qué ese día no había ido al colegio. Viste que la memoria es extraña. Cuando les abrí la puerta, no entendía qué estaba pasando, salvo que se les hubiera ocurrido dormir a todos en el balcón. En realidad, no se sabía muy bien en ese momento si había sido la Triple A, los Montoneros o los milicos. Podían venir de cualquier lado, por mi padre o por mi madre, y hasta yo tenía en ese momento una cercanía a cierta militancia de izquierda en el liceo. Nunca se confirmó nada. Mi padre terminó creyendo que era del lado de los Montoneros.
–Sin embargo no se fueron enseguida del país…
–Tardamos dos años en irnos. La historia fue muy particular, porque creo que la omnipotencia que teníamos en ese momento, el no poder imaginar la tragedia que iba a suceder posteriormente nos cerraba los ojos frente a la posibilidad de que alguno de nosotros pudiera ser secuestrado. En casa por supuesto había mucha información. Sabíamos que muchos periodistas de La Opinión empezaban a desaparecer: Rodolfo Walsh, Paco Urondo, sin ir más lejos. Había posibilidades, y con el episodio que habíamos vivido, más aún. Íbamos a terapia familiar en ese momento. Mirá qué familia tan moderna en el año 76. Y el psicoanalista, a quien no paro de agradecer todavía, nos dijo: “Ustedes están locos, ustedes se tienen que ir ya. No hay terapia posible, hay que irse. La terapia la seguirán donde estén”. Y creo que mi padre tomó conciencia de que no era solamente él y su cuerpo, sino la familia entera. Yo estaba de novia, tenía mis amigos, había hecho mi primera película. Estaba encaminada. Pero como casi todos los adolescentes, no tenía conciencia del peligro. Para mí no iba a pasar nada, este era mi país, y no me quería ir. Pero bueno, levantamos campamento y nos fuimos, en teoría por un año sabático, como decía mi padre. Y para mí ese año duró diez, y para mis padres más de veinte.
–Llegaste casi en plena movida madrileña.
–En España se vivía un momento muy particular. Había muerto Franco en el 75, y nosotros llegamos en el 76. Una de las primeras veces que salimos con Ariel y Alejo Stivel, que era de la banda, fuimos al drugstore de la calle Velázquez, que en ese momento era como “el lugar”. En eso llegó un comando de guerrilleros del Cristo Rey, y nos paró a todos para cantar “De cara al sol”, así que te digo que fue como “ay, Dios, dónde vinimos a parar”. Después sí hubo muchos cambios.
–Creo haberte visto en el 78, vestida de negro, con un sombrero, espléndida.
–En ese momento ya era española. Al principio generé internamente mucha bronca contra la Argentina, porque el exilio ahora uno lo entiende de otra manera. Por suerte me incorporé a la vida española, cambié el acento y empecé a trabajar enseguida. Corté con este país, corté con rabia y, más que nada, con mucho dolor. Por eso la vuelta en el 85 fue tan fuerte. Venía por un mes, y no me fui más. Tenía que volver a filmar una película en Madrid, y me quedé aquí sin moverme, como recuperando lo que María Elena Walsh llama el aroma de la infancia, fascinada al volver a reencontrarme con algo que había tenido muy guardado en algún cajón para no conmocionarme, no sufrir, no ver.
–¿Cómo llegaste a Almodóvar?
–Cuando nos conocimos, Almodóvar no era Almodóvar ni yo era yo. Él trabajaba como administrativo en la Telefónica, y era parte de un grupo de amigos que conocí rápidamente, y nos hicimos muy colegas al toque. Él filmaba los fines de semana con una camarita Súper 8. Yo había entrado al cine comercial, y había tenido ya experiencias más profesionales, aunque no me guste la palabra. Pedro siempre tuvo, incluso ahora, algo de experimental, en el mejor sentido de la palabra.
–Las primeras películas de Almodóvar, en las que participaste, son adorables.
–Fue una época muy hermosa. Los 80 tuvieron de todo; mucha creatividad, mucha euforia, mucha cosa extrema, es cierto, pero a la vez y sobre todo mucha pasión. Muchas ganas de hacer, mucha energía, mucha juventud.
–Alguna vez dijiste que los argentinos llevamos un peso muy grande de melancolía. ¿Vos también?
–Cuando estoy aquí me pongo más melancólica, por contagio. Combato muchas cosas personales que me generan melancolías, nostalgias o tristeza porque no me hacen bien. Trato de estar más conectada conmigo misma, y de sentir como un agradecimiento el hecho de estar viva, sana, tener a mi hijo amado, mis amigos amados, mi amor, mi vida. Tengo mi deseo muy realizado con mi oficio, con mis padres vivos y sanos. Agradeciendo, creo que es una buena manera de combatir las partes feas y oscuras, viendo la luminosidad que hay, y que a veces no se alcanza a conocer.
–Los hijos cambian la vida.
–Es muy fuerte, porque por un lado te ponen frente a tu propio espejo, a tus cosas menos evolucionadas, y por otro a lo más hermoso que se tiene: la posibilidad de dar amor incondicional. Te diría que casi solamente con un hijo se da esa incondicionalidad absoluta. Y el tratar de no interferir en su crecimiento, de acompañarlo, de no asustarme, de no asustarlo, de contenerlo cuando lo necesita, pero sin ahogarlo. Es complicada la relación con un hijo, pero muy hermosa y se aprende de ella todo el tiempo.
–¿Te acompaña?
–Sí, siempre estuvo muy cerca. Yo también con mi familia era muy partícipe de las situaciones de los adultos. Martín ha venido conmigo a los rodajes, ha viajado mucho. También con su padre. Es un chico que se relaciona muy fácil, no sólo con los chicos, sino también con los adultos.
–Recibiste hace poco el Martín Fierro por tu trabajo en Tratame bien, y por si fuera poco el de Oro como mejor programa. Sin embargo, los medios se ensañan en tu romance con Gonzalo Heredia.
–¿Qué querés que te cuente? No voy a hablar de mi vida personal porque no quiero entrar en detalles. Pero estoy muy bien, estoy muy feliz.
–Y el punto de escándalo concretamente tiene que ver con la diferencia de edad.
–¡Qué sé yo! No quiero hablar puntualmente de esto, pero creo que hay una pacatería machista, sexista, aquí y en el mundo. Y también una perversión muy instalada en los medios porque tienen mucho poder y son dueños de hacer creer la novela que quieran, desde la política hasta el espectáculo. Les resulta muy fácil la manipulación, introducir en el imaginario colectivo ideas y sensaciones que no tiene. Pero la gente no es tan careta como los medios, o no le importa tanto.
–¿Cine o teatro?
–Me gusta todo, en su medida y armoniosamente.
–Y decime, apelando a tu imaginación, ¿cómo te ves en el futuro?
–No tengo imaginación para eso. Prefiero que vaya diciéndomelo el futuro. Porque todo lo que he pensado para mi presente ha resultado bastante equivocado. Así que mejor que lo vaya diciendo la vida.