Salieron a la calle y se organizaron en plena dictadura, cuando todo era horror y muerte. Nunca tuvieron miedo, sólo la convicción de que buscarían a sus hijas e hijos desaparecidos hasta el último día de sus vidas.
lunes 6 de agosto de 2018 | 2:11 PM |
Por Martina Noailles. Josefina García creció en la pieza de un conventillo porteño. Su papá manejaba un taxi mientras su mamá se ocupaba de los hijos y la casa. De sus cinco hermanos, dos murieron antes de cumplir 15. Josefina fue obrera textil, cuidó chicos y llegó a fumar hasta dos atados por día.
Lidia Estela Mercedes Miy Uranga nació en 1930 en el barrio de Belgrano. Tuvo un padre oficial de Caballería, un tío gobernador de Entre Ríos y un hermano coronel. Fue maestra de grado unos años y antiperonista rabiosa por varios más. A pesar de sus orígenes distantes, los caminos de Josefina y Lidia se volvieron compartidos. Fue en una ronda de pies cansados que sus pérdidas se unieron en la misma lucha. Y mucho antes de peinar canas, sus cabezas se cubrieron de blanco.
Por entonces, Josefina ya era Pepa, y Lidia, TatyEl terrorismo de Estado les había arrancado un pedazo. Pero ese desgarro las hizo más fuertes. “¿Sabés lo que pasa? –me dijo una vez Taty–. Para una mujer perder un hijo es el dolor más brutal que existe. Se habla de huérfanos o de viudos, pero no vas a encontrar una palabra que signifique la pérdida de un hijo.”
Sin palabra para nombrarse pero con un grito saliendo de las entrañas, las ausencias de sus hijos se hicieron carne en sus cuerpos. Y así, con tanto dolor como amor cabe en un pecho, se parieron. Era abril de 1977. Nacían las Madres de la Plaza de Mayo.
Esa tarde, Pepa Noia fue la primera en llegar. Hacía seis meses que buscaba a su hija María Lourdes, militante de la Juventud Trabajadora Peronista, secuestrada el 13 de octubre de 1976, a los 29 años. En ese camino repleto de puertas cerradas, se reconoció en otras madres que atravesaban el mismo calvario. En el Vicariato de la Marina a una de ellas, Azucena Villaflor, se le ocurrió la idea: “Nosotras lo que tenemos que hacer es ir a Plaza de Mayo”, recuerdan que agitó bajo la mirada de los servicios de inteligencia. La fecha elegida: el 30 de abril. Pepa fue una de aquellas 14 madres pioneras. Casi dos años antes, había desaparecido Alejandro Almeida, uno de los tres hijos de Taty. Se lo llevaron la noche del 17 de junio de 1975, en pleno gobierno constitucional. Alejandro tenía 20 años, estaba cursando primer año de Medicina y trabajaba en el área de Publicidad de la agencia Télam. Además, militaba en el Ejército Revolucionario del Pueblo. Pero eso, Taty lo supo mucho después. Durante los primeros años, tampoco se acercó a otros familiares. Recién en 1979, se sumó a un jueves de ronda. Fue entonces cuando, reconoce, se “despabiló” y puso “la pata en el acelerador”. Pepa ya llevaba dos años de coraje organizado. Ya había sobrevivido a la ansiedad de aquel primer encuentro del 30 de abril. La noche anterior no había pegado un ojo y, sin medir riesgos, llegó dos horas antes de lo acordado. “No había un alma, eran las palomas y yo”, repetía en cada relato sobre esa primera ronda. La espera la atravesó fumando.
UNA LUCHA IMPARABLE
Ese sábado de otoño, las Madres acordaron volver a reunirse el viernes siguiente. “Pero viernes es día de brujas”, dijo alguna sin saber que el jueves se volvería el día de las Madres. En medio de tanta oscuridad, jueves tras jueves buscaban alumbrar en la Plaza, símbolo de la resistencia popular, lo que pocos querían ver: el reclamo de aparición con vida de sus hijas e hijos secuestrados por las fuerzas represivas de la dictadura. Las presentaciones de habeas corpus en la Justicia y las recorridas por comisarías, iglesias, cuarteles y embajadas no habían dado resultado.
Con los meses, los padres volvieron a sus trabajos y las Madres dedicaron cada segundo de sus vidas a la búsqueda. Ya no estaban solas. Las leonas iban en manada y reinventando estrategias. Había que cuidarse. Los policías estaban al acecho. La prensa extranjera miraba de reojo. “Son unas locas”, respondían desde la Rosada. El mundo empezaba a enterarse. Las “locas” eran cada vez más. Las caras de sus hijos interpelaban desde los carteles. Pepa sostenía en alto la mirada azul de Lourdes. Había que frenarlas. Así fue que un joven marino se infiltró entre ellas. Dijo que era familiar, que se llamaba Gustavo Niño. Que su hermano estaba desaparecido. Era diciembre de 1977. El 10 saldría una solicitada denunciando el horror de las desapariciones. Para impedirlo, dos días antes, y gracias a la marca del judas Alfredo Astiz, los genocidas golpearon fuerte: doce hombres y mujeres, entre ellas tres Madres y dos monjas, fueron secuestrados, torturados y tirados al mar desde aviones navales. Además de a Azucena Villaflor, se llevaron a María Ponce y a Esther Ballestrino, una Madre que ya había encontrado a su hija secuestrada pero que decidió seguir buscando al resto. “Todos los desaparecidos son nuestros hijos.” El golpe no había surtido efecto. Las mujeres de pañuelo blanco ya no sólo buscarían a sus hijos e hijas. Más fuertes aún, seguirían poniendo el cuerpo también por sus compañeras. Debían encontrar nuevas formas de resistencia: las Madres cambiaron sus lugares y horarios de reunión. Dejaron de ir todos los jueves a la Plaza. Si detenían a alguna, todas se presentaban en la comisaría a pedir que también las encarcelaran. Las “locas” descolocaban. En 1979, casi al mismo tiempo que Taty Almeida rompía el mandato familiar y se unía al resto de las Madres, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos visitaba el país. Cada vez se hacía más difícil tapar el horror. En agosto, las Madres decidieron crear su asociación. Y en 1980 regresaron a la Plaza que nunca más abandonaron. Pepa murió el 31 de agosto de 2015, a los 94 años. Nunca dejó de dar vueltas a la Pirámide de Mayo. “Puede ser mi última marcha”, contestaba, si alguien le sugería no ir por la lluvia. Por esas cosas del destino, el día que se fue, la nieta 117 recuperó su identidad. Taty tiene 88 años y sigue andando su camino de lucha con sus ojos enormes, el pañuelo blanco y un bastón. Ni Pepa ni Taty pudieron saber qué pasó con sus hijos. Por verdad y justicia, pies más jóvenes seguirán el camino que hace 40 años abrieron estas mujeres.