Se cumplen treinta años de la muerte de Luca Prodan, artista de los márgenes, donde eligió ubicarse respecto de la música y de la vida, en Europa y en nuestro país. Con Sumo, su obra más intensa y urgente, marcó para siempre la historia del rock argentino.
jueves 23 de noviembre de 2017 | 3:20 PM |Por Oscar Jalil. El agudo crítico musical y fiel representante del periodismo gonzo Lester Bangs decía que “el rock está conformado más por mitos que por hechos”. Certeza que encaja perfectamente con la idea popular que construyó la leyenda de Luca Prodan. Mozos de bares, linyeras de estación y fanáticos obsesivos abonaron la mitología del artista insumiso repitiendo a quien quisiera escuchar que los encuentros con Luca los marcaron para siempre. Un toque divino que persiste a treinta años de su muerte y crece en gestos de devoción absoluta repartidos en redes sociales, millones de tatuajes y los discos de Sumo, la banda que formó en 1981 y que en tan sólo seis años cambió para siempre la historia del rock argentino. El paso del tiempo, la permanencia de un legado y unas cuantas revelaciones de sus amores cercanos demostraron que muchas de esas historias rociadas de ginebra eran reales y que sólo podían admitirse elevando al personaje a una categoría barrial de superhéroe. Entre esos dos mundos –las fabulaciones de los devotos y la obra de Sumo, que surfea con innegable atemporalidad–, subsiste un guión imposible en donde el actor principal juega con las coordenadas de la realidad para instalarse en un presente continuo y capturar toda la atención igual que en sus años de sufrido esplendor.
Luca George Prodan nació en Roma, el 17 de mayo de 1953, pero podría haber nacido en París, Londres o Viena porque el destino familiar estaba signado por un nomadismo ancestral que parece salido de una novela de Emilio Salgari: el padre de Luca, Mario Prodan, nació en Estambul y vivió en China, en donde conoció a la que sería su esposa, Cecilia Pollock. Allí también nacieron las primeras hijas del matrimonio, Michela y Claudia, en plena Segunda Guerra Mundial, mientras las tropas japonesas ocupaban la región de Manchuria, donde la familia permaneció durante tres años como prisionera de un campo de concentración. Innumerables peripecias determinaron los pasaportes de los Prodan. Luca era uno más y no contradijo la esencia itinerante, pero su llegada a la Argentina respondió a una lógica de fuga: gracias a la generosidad de un amigo argentino, Timmy Mackern, con quien había compartido años escolares en Gordonstoun, un sofisticado colegio escocés dominado por hijos de la realeza y la clase dirigente de Gran Bretaña, encontró un refugio para vencer su adicción a la heroína.
La infancia de Luca no fue nada fácil, un niño romano obligado a estudiar en un colegio ajeno a sus costumbres. De allí se fugó pocos meses antes de graduarse para iniciar un periplo que incluyó tres meses en la cárcel de Rebibbia por vender hachís y convertirse, más tarde, en desertor del ejército italiano por evadir el servicio militar. Luego, una nueva fuga, siete años en Londres, entre 1973 y 1980, período formativo atravesado por trabajos casuales y los mejores conciertos del planeta rock: fue un observador comprometido del cénit y caída del rock progresivo, un amante de las nuevas tendencias, con David Bowie, Roxy Music y Lou Reed como faros de actitud e innovación, y también asistió con desconfianza al nacimiento del punk rock, aunque siempre se sintió más cercano al grito libertario del reggae o la evolución after punk, que sostenían bandas como Joy Division, Magazine o Wire. De todas ellas, el clamor oscuro del grupo liderado por Ian Curtis alumbró con luces y sombras el camino a seguir.
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