Por María Seoane. Directora de Contenidos Editoriales
Es posible definirlo como el privilegio de lo fatal, de lo brutal y de lo oscuro. La Argentina lo tuvo cuando ingresó en el ranking de las noches violentas de la historia occidental, ambas ocurridas durante el siglo XX y ambas vinculadas con la represión al movimiento estudiantil universitario y secundario. La búsqueda de memoria, de verdad y de justicia –cuya ola se inició con la democracia reconquistada en 1983 y que fue política de Estado desde 2003 en la Argentina– ha dado las mejores páginas a la historia de la justicia no sólo nacional sino también universal. En Occidente, el fanatismo religioso y político parió las célebres Noche de San Bartolomé y Noche de los Cristales Rotos. La primera ocurrió en la madrugada del 24 de agosto de 1572, cuando la campana de rebato de Saint Germain en París dio la señal para el comienzo del degüello de miles de hugonotes que adherían a la fe protestante. La Noche de los Cristales Rotos reveló la esencia xenófoba y criminal del fascismo: fue el inicio de los pogromos masivos contra los judíos. Ocurrió el 9 de noviembre de 1938, meses antes del comienzo de la Segunda Guerra, y se extendió durante dos días, cuando más de siete mil de sus comercios fueron saqueados y destrozados, doscientas cincuenta sinagogas quemadas y cientos de judíos asesinados. La mañana posterior a los pogromos, treinta mil de ellos fueron arrestados y enviados a campos de concentración. Herederos de la tradición carnicera de la oligarquía argentina, que supo de día y de noche enviar sus tropas a asesinar a miles de obreros en la Patagonia en 1921 y también en la Semana Trágica de 1919, los militares argentinos parieron la Noche de los Bastones Largos (1966) y la Noche de los Lápices (1976), ambas gestas criminales con dosis de crueldad y tragedia de distinto tenor por sus consecuencias, pero de igual saña contra los más débiles y más jóvenes en una indisimulada tentación filicida, tal como la interpretó el famoso psicoanalista argentino Arnaldo Rascovsky. En la primera, ocurrida el 29 de julio de 1966 bajo la dictadura del general Juan Carlos Onganía, y luego de decretar el fin de la autonomía universitaria, su policía cargó contra estudiantes y profesores en las facultades de Ciencias Exactas y de Filosofía y Letras. Fueron detenidas cuatrocientas personas y destruidos los laboratorios y las bibliotecas universitarios. En los meses siguientes, cientos de profesores y científicos fueron despedidos, renunciaron a sus cátedras o se fueron del país. Entre ellos, muchos de un notable prestigio internacional. Entonces, no sólo el terror cambió con su violencia ciega la vida de muchos jóvenes, sino que también logró detener el notable desarrollo científico argentino por más de medio siglo. En 1968, México también tuvo la Noche de Tlatelolco, cuando miles de estudiantes universitarios fueron sanguinariamente reprimidos por la policía brava.
La más siniestra de la historia argentina ocurrió el 16 de septiembre de 1976 durante la Noche de los Lápices –el nombre que le pusieron los esbirros del régimen–, cuando las patotas secretas de la dictadura del general Jorge Rafael Videla, al mando del coronel Ramón Camps, secuestraron a diez estudiantes secundarios en la ciudad de La Plata, que fueron torturados, violadas las jóvenes, desaparecidos en centros clandestinos de detención y luego asesinados. Sólo sobrevivieron tres, que años después contaron al mundo lo ocurrido y sólo uno de ellos, Pablo Díaz, dio detalles de ese crimen y esos cautiverios en el Juicio a las Juntas Militares durante 1985. Que esas noches sangrientas hayan sido fundamentalmente sobre los jóvenes, adolescentes y casi niños (como los bebés robados al nacer) aporta una cuota de maldad y define rasgos de una barbarie inolvidable en la cultura política de la derecha argentina.