Por Felipe Pigna. Director General
La dictadura militar, con el apoyo de las asociaciones empresariales que comandaban el “Proceso”, distribuyó gratuitamente un calco que muchos argentinos pegaron en sus autos, con la leyenda “Achicar el Estado es agrandar la Nación”. Era una síntesis del pensamiento de la derecha liberal argentina, que manejó el poder durante gran parte de nuestros 200 años de historia. Quizá quien mejor definió el rol que ese poder le asigna al Estado fue el general presidente Julio A. Roca: “El comercio sabe mejor que el gobierno lo que a él le conviene; la verdadera política consiste, pues, en dejarle la más amplia libertad. El Estado debe limitarse a establecer las vías de comunicación y a levantar bien alto el crédito público en el exterior”. Aquí aparece la primera contradicción: no es posible achicar un Estado que debe encargarse de las vías de comunicación y mantener el crédito público, es decir, tomar deuda y negociarla. Para nuestros liberales, claramente conservadores, el Estado debe crecer todo lo necesario para ser el gran oferente de oportunidades de negocios. Como señala Ana Castellani en la entrevista central de este número, no hubo ni hay grandes fortunas en nuestro país que no se hayan enriquecido a costa del Estado. Una de esas “oportunidades” fue la llamada conquista del desierto. Resulta esclarecedora la comparación con la experiencia estadounidense, igual o peor en sus métodos de exterminio, pero distinta en sus características sociales y políticas. Mientras que en los EE.UU. la lucha contra el indio fue realizada principalmente por los granjeros que junto a sus familias avanzaban buscando nuevas tierras para expandir gradualmente las fronteras y el ejército jugó un papel accesorio, en la Argentina ocurrió lo contrario. Aquí no había una población campesina de pequeños propietarios, porque el gaucho, nuestro campesino, había sido despojado de sus posesiones. Fue el ejército el que ocupó el “desierto” por cuenta de los estancieros, consolidando y extendiendo el latifundio y consolidándose a sí mismo, acrecentando su poderío y su peso específico dentro de la sociedad. El mismo Roca llegó a reconocer que una vez concluida la “campaña al desierto”, bastaba un par de miles de soldados para la defensa nacional. Pero como la conquista corrió por cuenta del ejército, las fuerzas armadas, lejos de reducirse, se expandieron. La “conquista del desierto” cumplió entonces con dos objetivos de oro para la elite gobernante: afianzar el latifundio y consolidar el poder militar.
No hubo en nuestra historia más grandes estatistas que los dueños del poder que necesitaron del control del aparato del Estado para concretar sus negocios más rentables. Desde 1862 el general presidente Bartolomé Mitre y sus sucesores entregaron concesiones ferroviarias y obras públicas a empresas extranjeras, fundamentalmente inglesas y francesas, que contrataban a su vez a empresas integradas por miembros de la elite cercanas al gobierno formadas ad hoc para cada negocio. Con el Estado nacional unificado nacía la patria contratista, que admitió una importante inversión en el rubro educación por la necesidad de unificación ideológica de una clase obrera diversa y potencialmente conflictiva y la generación de una mano de obra calificada. La cuestión fue cambiando en la medida en que los sectores populares se fueron empoderando e hizo crisis durante el peronismo cuando por primera vez perdieron parcialmente el control del aparato estatal que necesitaron recuperar a sangre y fuego en 1955. A partir de entonces agrandaron el Estado según sus necesidades achicando el presupuesto para los rubros que le dan sentido y justifican el pago de impuestos: la salud, la educación y la seguridad social. Desde entonces, con la ayuda de una prensa hegemónica que es parte integrante del bloque dominante, el poder real ha naturalizado que el quitarles retenciones a los más poderosos y regalarles 19.000 millones de pesos a las impresentables empresas de servicios eléctricos no genera déficit fiscal y que el problema argentino son los altos sueldos de sus trabajadores y sus “excesivos” derechos laborales. Cuestiones de la pesada gerencia.