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La Revista

LA PRIMERA NOCHE DEL RESTO DE LA VIDA

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Por María Seoane. Directora de Contenidos Editoriales

Vimos la hoguera largando lenguas de fuego; escuchamos los gritos y las maldiciones a policías cebados en la violencia; vimos los bancos destrozados y las aulas invadidas por el gas lacrimógeno disparado sobre los cuerpos; vimos los vidrios del local de Eudeba saltar por los aires y triturados por borceguíes marciales, en un ejercicio de liquidación de cualquier vestigio de existencia; vimos los libros y los apuntes a mimeógrafo alimentando el fuego en la rotonda de la Facultad de Ciencias Económicas y el local del centro de estudiantes arrasado como si dentro estuvieran Juana de Arco y Giordano Bruno. Pero no: sólo había textos a precios populares sobre sociología, economía, política, historia nacional y universal que teníamos que aprender para ser dignos alumnos de la gloriosa y hasta esa noche autónoma Universidad de Buenos Aires. Era el 28 de julio de 1966, exactamente un mes después del golpe militar encabezado por el general Juan Carlos Onganía contra el presidente Arturo Illia, cuando la Guardia de Infantería asaltó la Manzana de las Luces con blanco en la Facultad de Exactas, pariendo violentamente lo que se conoció como la Noche de los Bastones Largos y el exterminio del desarrollo científico argentino por décadas. Ese asalto se prolongó a otras facultades en todo el país, mientras el movimiento estudiantil resistía el arrasamiento de la autonomía universitaria y la consolidación del poder dictatorial. Y ahí estaba yo esa noche, en la rotonda de Económicas, intentando comenzar mi carrera como la heredera privilegiada de una familia de obreros que había sido la primera en llegar a la universidad. Y allí estaba yo protegiéndome del fuego, el humo y los gases, decidida a esperar al compañero trotskista que apenas conocía y esa noche me había invitado a cenar para debatir la teoría marxista versus la existencialista que yo defendía. Juan, así se llamaba, llegó corriendo: “Nos vamos ahora o nos quedamos a tomar la facultad, vos elegís”, dijo. Y ahí estaba yo ante la decisión más importante de mi vida, aunque no lo supiera todavía: correr hacia los pasillos, que sólo los estudiantes avanzados conocían, rumbo a la Morgue Judicial, lindera con la facultad, y salvarme de la represión y la cárcel, o responder a la consigna de quedarse a defender la libertad académica y el derecho a asociarnos. La historia, que se teje siempre con grandes madejas colectivas que se entrelazan con pequeños hilos personales, sumó la bronca y la indignación contra esa violación a la admiración que ya sentía por Juan y sus pasiones políticas. Y de los escombros de aquellas hogueras malditas, tomamos entonces bancos y trabamos las puertas, resistimos en las aulas entre cientos que huían y unos pocos que se quedaban para no entregarle a la policía del régimen el edificio, que era la prueba simbólica de entregar para siempre el futuro. Horas después, debimos huir, escondernos entre los muertos de la morgue, jadeando no por pasión sino por frío. Por varias semanas, a partir de ese día, no pudimos volver a la facultad. La Universidad de Buenos Aires se tornó gris, acuartelada, y el susurro y la conspiración reemplazaron a la voz en cuello. La libertad estaba en modo susurro. Nada fue igual a partir de entonces. Habíamos parido el viaje del yo al nosotros, la fusión del destino individual y el colectivo y la decisión de luchar por la libertad. En los tiempos que siguieron a esa noche, no abandoné el existencialismo de Sartre y Beauvoir ni las poesías de Borges, ni siquiera desistí de mi amor por la ópera desde el gallinero del Teatro Colón. Tampoco de la pasión por el cine de Bergman mientras miraba Morir en Madrid, asistía clandestinamente a ver La hora de los hornos, de Solanas, y leíamos en las catacumbas a Marx y Lenin, que coexistían con la teoría de la dependencia de Theotônio dos Santos o de Samir Amin, y el seguimiento de las luchas en fábricas y universidades. Una y otra vez recuerdo aquel 28 de julio de 1966, cuando defendimos el mayor tesoro heredado de la Reforma Universitaria; los libros quemados, el abrazo de Juan, la solidaridad de los perseguidos, la indignación y el miedo. Y medio siglo después, una y otra vez, sigo teniendo la certeza de haber vivido la primera noche del resto de mi vida.

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