Las crisis globales, el hambre, las guerras, las catástrofes naturales. Las causas del éxodo pueden ser muchas. Los efectos son conocidos: aventurarse hacia otras tierras sabiendo que en ese tránsito se puede perder la v ida. Y luego, comenzar de nuevo sin recursos, en otra cultura y bajo la mirada estigmatizante de los locales.
viernes 13 de noviembre de 2015 | 10:01 PM |* Por Mariano Beldyk
“Una vez intenté matarme.” La confesión no sale fácil de la boca de Marie Fatramise Bien Aimé. No sólo su nombre suena exótico. También su acento. Y su figura, que contrasta con la habitual fisonomía europea que abunda en las calles porteñas: negra, alta y con una cabeza repleta de trenzas bahianas. Aunque ha logrado domar el idioma para sobrevivir, algunas palabras aún tropiezan con su lengua. Hace doce años, cuando llegó de Haití a Ezeiza, no hablaba una palabra de castellano y sólo sabía que la Argentina se alzaba en un Sur alejado. Su país estaba sumido en un vórtice de autodestrucción tras la caída del presidente Jean-Bertrand Aristide y una sentencia de muerte pesaba sobre su padre, un militar leal al gobierno. Por la sangre, la condena se extendía a la familia entera. “En mi país no se tolera al que piensa distinto. Se lo mata. Por eso, llegué a odiar a mi tierra, porque me hizo mucho daño”, narra en un bar de Once, a cuadras del departamento que alquilaba hasta que la policía la desalojó hace unas semanas. Ahí se enteró de que la habían estafado, otra vez.
Con su esposo en Nueva York y una hija de 7, las opciones eran escasas en 2003 para esta maestra de primario que militaba en su Puerto Príncipe natal. Quedarse y morir. Escapar y vivir.
Un amigo que entonces jugaba para un club de fútbol de Polvorines le habló de la Argentina.
–No piden visa, como en otros lugares, tan sólo el dinero para entrar como turista –la convenció.
Así que no lo dudó. Pero al llegar a Buenos Aires le robaron todas sus pertenencias en el hostel. Y al presentarse en la Comisión Nacional para los Refugiados (Conare), la dependencia de Interior para situaciones de migración forzada como la suya, no encontró funcionario que hablara francés. Por lo que tuvo que marcharse.
“Fue muy, muy difícil. No tenía contacto con mi familia. Lo último que me enteré es que habían asesinado a mi padre y uno de mis hermanos estaba desaparecido. Luego no supe nada más de ellos, de mi hija. Llegué a imaginar que todos habían muerto –recuerda Aimé–. Por la calle me miraban raro. Subía al colectivo y era la única negra. No había muchos negros en Buenos Aires entonces. Me sentía sola, pese a que algunas personas que conocí habían sido buenas conmigo.”
Una noche trepó hasta un octavo piso. Se asomó al precipicio. “Cuando uno está desesperado, piensa mucho. Cosas terribles. Hasta que esa vez fue diferente, estuve muy cerca de hacerlo.” Algo la frenó. Ella lo llama “Dios”. “En mi tierra, la gente es muy creyente. O cree en Dios, o cree en otra cosa, pero en algo cree”, explica. Y no duda de que fue ese Dios, que una y otra vez irrumpe en su relato cada vez que alude a alguna adversidad, el que supo recompensarla.
Tras varios años en la ilegalidad, volvió a la Conare en 2006 y, esta vez, su suerte fue diferente: se convirtió en una de los cientos de refugiados que viven y trabajan en la Argentina. Y pudo reencontrarse con su hija, quien siguió el vuelo de su madre hacia el Sur y hoy está a punto de terminar sus estudios secundarios gracias a la ayuda del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur).