Por Felipe Pigna. Director General
Las dos culturas más influyentes en Occidente, la que surge de los mitos griegos y la bíblica, nos presentan a la mujer como una especie de maldición para esos hombres sin madres de los oscuros orígenes. Eva y Pandora guardan entre sí ciertas similitudes: ambas vienen al mundo después de los hombres, la primera incluso se origina a partir de una costilla de Adán. Pandora llegará a aquella tierra masculina y traerá, como Eva, algo tan vital como la curiosidad, el querer saber más allá de lo permitido. De no mediar la acción femenina, aquellos hombres hubieran permanecido indefinidamente en el acatamiento a un orden “natural” establecido. Ambas tradiciones, que de haber surgido en América el serio mundo intelectual no dudaría en calificar de “leyendas indígenas”, tranquilizan los espíritus hablando de justo castigo para las desobedientes que se extiende “por su culpa” al género y a la humanidad toda. En el caso de los griegos, la apertura del ánfora por Pandora traerá enfermedad y muerte, dos condiciones humanas de finitud. En el de Eva, la expulsión de la incipiente humanidad del Paraíso. Aquella curiosidad “malsana”, ese deseo vital, fue condenada, excomulgada por la Iglesia desde los finales de la Edad Antigua, incrementándose esa tendencia durante toda la Edad Media. Los sucesivos concilios se encargaron de excluir a las mujeres, de remitirlas a su papel de esclavas del hombre, alabando en María su virginidad más que su maternidad, con todo lo que ello implicaba e implica. Las mujeres fueron “fuente de pecado”, “brujas”, “malvadas por naturaleza”. No hubo límites a la hora de denostar y perseguirlas. Se podría elaborar un extenso apéndice con todas las barbaridades que se han dicho sobre el género femenino a lo largo de la historia en las que campeó impune la misoginia.
Fue aquella visión la que pasó a América, y las mujeres conquistadas sufrieron en carne propia el doble castigo por ser originarias y mujeres. Las crónicas se ensañaron con ellas y sus actitudes “libertinas”. En ellas y no en los violadores masivos habitaba la culpa de los “excesos” declamados en algunos documentos que quedaban impunes en algún escaso expediente de la autodenominada “justicia colonial”. El mestizaje, disfrazado de romántico encuentro, ha encubierto hasta nuestros días el carácter violento de aquellas uniones sexuales que expresaban de forma contundente el triunfo del conquistador. Pero aquellas leyendas de sumisión y aceptación pasiva del rol de sometidas aparecen una y otra vez desmentidas por la historia de las rebeliones encabezadas por mujeres, por la negativa a unirse a los vencedores y hasta por las dramáticas crónicas de suicidios masivos para evitar pasar a engrosar el botín de guerra. Hablamos de la dignidad de aquellas mujeres. Y también, claro está, de la canallada del ocultamiento y la malversación de la historia.
Hace más de dos siglos, Charles Fourier aseguraba que “los progresos sociales y cambios de época se operan en proporción al progreso de las mujeres hacia la libertad”. La historia argentina, desde la conquista española hasta la actualidad, corrobora a diario la afirmación del socialista utópico francés. Las mujeres representan hoy “la mitad más uno” de la sociedad argentina, pero han cargado y cargan con buena parte del peso de la historia de nuestro país. Como protagonistas en todos los aspectos, construyeron su identidad a través del trabajo, la cultura, los debates, las luchas políticas y sociales, la vida familiar, barrial y colectiva. Un papel que, por lo general, suele negarse o limitarse a la mención de unas pocas figuras destacadas a la hora de escribir nuestra historia, en la medida en que estas mujeres se hayan destacado en tareas, roles, profesiones u oficios definidos históricamente como masculinos.