La privacidad no es lo que era. Los cambios sociales, las redes, el negocio y una idea de seguridad que nos considera peligrosos a todos tienden a hacer visible lo que hasta no hace tanto era parte de la intimidad.
martes 19 de abril de 2016 | 3:35 PM |Por Esteban Magnani. En un programa de televisión de 1968 Andy Warhol lanzó su frase más duradera: “En el futuro, todos serán mundialmente famosos por quince minutos”. Warhol había captado y resumido algo que estaba en el ambiente y otros habían tratado más extensamente como, por ejemplo, Guy Debord en su libro La sociedad del espectáculo, de 1967. La síntesis de Warhol, si bien sólo puede ser válida como metáfora (con la población mundial actual a cada habitante le tocarían quince minutos cada 200 mil años), resultó profética de la era digital por venir. Si antes era necesario acceder a un medio masivo para cumplir con el mandato warholiano, en la actualidad internet ha multiplicado los puntos de emisión, aunque no todos tengan, obviamente, el mismo alcance. Cada vez más personas disputan sus quince minutos de fama a cualquier costo, buscando en su interior aquello que las hace únicas para sacarlo a la luz. Pero no es fácil: por definición, la mayoría de nosotros somos personas promedio y a veces confundimos la originalidad con, simplemente, mostrar un poco más que el promedio, como las modelos que equivocan la exhibición de más piel con la sensualidad. Los prosumidores de internet (productores y consumidores en una sola palabra) procesan y generan ingentes cantidades de información diaria con algunos efímeros picos de rating. Pocos logran despegar, como le ocurrió a Justin Bieber desde los videos caseros que le hacía su mamá, a la fama mundial.
Algunas frases que antes se reservaban a oídos cómplices producen también saltos a la fama que terminan en linchamientos digitales: eso le ocurrió a Justine Sacco, que tuiteó en diciembre de 2013 “Yendo a África. Espero no contagiarme sida. Es un chiste. ¡Soy blanca!”. El tuit se viralizó y, a juzgar por las contestaciones, pocos captaron su ironía. No importaron las aclaraciones: mientras ella volaba hacia el continente negro, en las redes seguían su vuelo a la espera de que aterrizara y viera el brutal ataque al que estaba siendo sometida. Sacco borró su tuit, eliminó su cuenta y hasta desapareció de la web de su trabajo, de donde probablemente haya sido despedida. Como en los linchamientos materiales, los virtuales tampoco admiten un juicio justo. El caso de Sacco es sólo uno de muchos en los que un posteo que intenta ser gracioso en determinado contexto funcionó como un búmeran al volar al ciberespacio.
Todo cambio social significativo requiere un reacomodamiento de las demás piezas que conforman el rompecabezas de las relaciones. Lo que ha ocurrido con la privacidad, cuyas fronteras tienden a desaparecer, es que se ha modificado la forma en la que nos vemos y nos movemos. En el cuento “Melancolía de mujeres analógicas”, de Hernán Casciari, un hombre dice que Facebook le cambió la vida: “–Mirá para afuera –me explica–. Imaginate que todas las mujeres que están pasando ahora por la calle tuvieran un cartel en el culo que dijera ‘estoy en una relación complicada’, o ‘soy soltera’, o ‘solamente busco amistad’, o incluso ‘me interesan los hombres y también las mujeres’…”. Con sólo saber el nombre de alguien podemos buscar su perfil público en la red, conocer sus gustos, su posición política, de qué trabaja, las fiestas a las que asistirá, quiénes son sus amigos y, como en el caso del cuento, juntar varios ases en la manga para seducirlo.
El problema es que esta anécdota graciosa e ingenua tiene una contracara más oscura: lo que antes los servicios de Inteligencia buscaban por la puerta trasera, nosotros ahora lo exhibimos alegremente en delantera y con luces de neón. Es fácil (y aterrador) imaginar lo que podrían haber hecho los aparatos represivos durante la dictadura con esta información otrora arrancada a golpes de picana.
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