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La Revista

La invención de la Argentina

Como toda nuestra historia, la de los inmigrantes está cargada de mitos, prejuicios e intereses políticos. Tanto en las primeras oleadas de europeos como en las actuales de latinoamericanos, las políticas públicas estuvieron ausentes y cada cual se las arreglaba como podía.

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Por Fernando Amato

La historia de la inmigración en la Argentina dista mucho de parecerse a la que nos enseñaron en los manuales de las escuelas secundarias. Una historia “novelada” que coreamos por generaciones los propios descendientes de aquellos inmigrantes. La imagen repetida hasta el cansancio de familias llegadas IMGP5634al puerto para pasar unos días en el Hotel de los Inmigrantes y después salir a conquistar la patria. La de los italianos y españoles que se instalaban en una ciudad cosmopolita que no paraba de crecer y los recibía con alegría o la de los gringos que se instalaron en los campos para construir “la patria”. La que querían nuestros gobernantes porque gobernar era poblar. La que elegían los europeos para rehacer sus vidas escapando de hambrunas y persecuciones. La del crisol de razas. Los argentinos somos afectos a los cuentos de hadas. Sobre todo a los que tallaron en bronces los vencedores. Pero como siempre, hay otra historia.

Ya en 1536, cuando la ciudad de Buenos Aires fue fundada por primera vez por los españoles, venían con ellos algunos genoveses, pero también unos cuantos negros traídos del África para ser usados como esclavos. Ellos fueron nuestros primeros inmigrantes. Pasarían un par de siglos para la llegada de la primera gran corriente inmigratoria, que se desarrolló en dos etapas entre 1880 y 1918, cuando más de cinco millones de migrantes, sobre todo italianos, y también españoles, franceses y alemanes, comenzaron a poblar nuestras tierras. Pero no todos venían por las mismas razones ni eran recibidos de la misma manera.

LOS PIONEROS

La república oligárquica tenía  como pilar un modelo agroexportador que necesitaba fomentar la inmigración para obtener mano de obra barata, que se basaba en la importación de tecnología inglesa, el reparto de las mejores tierras entre las familias patricias y una ciudad puerto que centralizara las exportaciones y manejara la Aduana. La expansión de la frontera agrícola, las buenas condiciones económicas, el crecimiento de la red ferroviaria y la construcción de obras públicas que generaban fuentes de trabajo eran condiciones ideales que invitaban a descubrir el “granero del mundo”. El Estado pugnaba por una inmigración provenientes por los países del norte de Europa, con familias que pensaran en quedarse por mucho tiempo, compuestas por agricultores que poblaran nuestras pampas recientemente arrebatas a los pueblos originarios. En general, los colonos llegaban por cadenas familiares o lugareñas. Conocedor de esta situación, Domingo Sarmiento supo utilizar la picardía criolla. Implementó un sistema en el que enviaba con pasajes gratuitos a inmigrantes exitosos para que volvieran a su tierra de origen como una forma de promover la migración entre amigos, vecinos y familiares. También existían los agentes de inmigración que recorrían Europa promocionando las bondades de la Argentina. Ellos podían ser cónsules gubernamentales, representantes de empresas, contratistas de mano de obra o agentes particulares que, a cambio de una generosa comisión, conseguían para los inmigrantes pasajes, documentos, trabajo, préstamos, enviaban remesas de dinero y hasta promovían la formación de colonias agrícolas y tierras que los arribados a nuestro suelo pagaban con años de trabajo cargado con sangre, sudor y lágrimas.

IMGP5665Pero esta inmigración no era ni por lejos la soñada por Juan B. Alberdi, ni por Sarmiento, que solía decir que los españoles eran una “raza de mente atrofiada” y “los más atrasados a excepción de los americanos de origen español, que lo son aún más”. Esa primera oleada inmigratoria que duró en 1880 y 1900 (con un paréntesis importante producto de la crisis de 1890) fue fomentada por la sanción, en 1876, de la ley 817 de “Inmigración y colonización”, conocida como ley Avellaneda, que fomentaba la llegada a la Argentina. Sin embargo, la inmigración real tuvo poco de planificada (los pasajes subsidiados sólo atrajeron a unos pocos españoles y aún menos franceses o alemanes) y mucho de espontánea (los indeseados italianos no paraban de llegar a nuestras costas). Para 1895 los inmigrantes representaban el 25,5 por ciento de la población argentina.

Por estos años comenzaba a vislumbrarse un hacinamiento en la ciudad de Buenos Aires y una explotación de la mano de obra barata. Sin embargo, esas malas condiciones de vida no eran fomentadas sólo por los criollos. Para 1887, el 90 por ciento de los propietarios de industrias eran inmigrantes y, para 1895, el 47 por ciento de los conventillos eran propiedad de italianos y el diez por ciento de españoles. Los inmigrantes más viejos explotaban a los recién arribados.

Pero también en esa misma época comenzaba a perfilarse la inmigración de ideología. Los republicanos españoles se exiliaron en nuestro país y bajaron de los barcos con toda su cultura y formación. Un grupo de ellos fundó, en 1898, la revista Caras y Caretas. Anarquistas y socialistas europeos venían en busca de un futuro mejor y no pensaban dejarse explotar, cualquiera fuera la nacionalidad de los capitalistas. “Los anarquistas trabajaban más en cuestiones de tipo artísticas: lustradores, ebanistas, tipógrafos, carpinteros, plomeros. Luego, con la industrialización, ese tipo de oficios se vuelve mecánico y pierde la cuestión artística. En el caso de los socialistas eran más bien empleados en los ferrocarriles o en el Estado”, retrata el historiador y ensayista Norberto Galazo.

IMGP5657Sin embargo, no todas las fuerzas progresistas veían con simpatía esta corriente migratoria. Los socialistas argentinos fueron firmes opositores a toda identidad étnica porque consideraban que los obreros no tenían patria. Las discusiones entre el periódico La Vanguardia y las sociedades de socorros mutuos, por ejemplo, llegaban a fuertes enfrentamientos armados entre trabajadores criollos y extranjeros. “Esas asociaciones están compuestas por majadas de corderos mandadas por un reducido número de embusteros”, llegó a decir el periódico socialista en 1900.

LA REPRESIÓN ARGENTINIZANTE

Pero desde 1900 las cosas se pusieron aún peores para los “europeos”. El gobierno se enfrentó abiertamente a los anarquistas y socialistas y decidió, en 1902, promulgar la Ley de Residencia para expulsar a los inmigrantes díscolos. Si bien la llegada de nuevos habitantes no se detenía (en la primera década del siglo XX fueron 1.760.000 y en 1912 se construyó en nuevo Hotel de los Inmigrantes), la consolidación de los latifundios los acorraló contra las ciudades. Ya no quedaban tierras para repartir. También fue cambiando el origen de los migrantes. Españoles, siriolibaneses y judíos aumentaron sus poblaciones locales. IMGP5638Para 1914, los extranjeros representaban el 30 por ciento de la población nacional y crecía con fuerza la cantidad de argentinos hijos de aquella primera inmigración. Sin embargo, la integración estaba lejos de concretarse. Las comunidades seguían apostando a sus propias instituciones. Desde asociaciones civiles a bancos, hasta escuelas y clubes deportivos. La “guetización” en barrios o determinados lugares geográficos del país era una muestra de esta separación de aguas. Un dato significativo era el tema de los matrimonios: “Por lo general, los genoveses se casaban con genoveses y los andaluces con andaluces. Por lo tanto, hasta qué punto fuimos un crisol de razas es un debate que sigue abierto”, explica Sergio Cassano, doctor en Ciencias Sociales, especialista en migraciones y autor del libro Lo que no entra en el crisol.

La respuesta de la elite porteña fue “argentinizar” a los extranjeros. Querían, a la fuerza, hacerles perder sus costumbres. No existía ninguna posibilidad de una interacción cultural ni crisol de razas. Para ello planificaron tres propuestas básicas. El Servicio Militar Obligatorio se presentó en el Congreso en 1901 con la idea de ahondar el amor a la bandera y “refundir en una sola todas las razas que representan los individuos que vienen a sentarse al hogar del pueblo argentino”. La otra era la instauración del voto obligatorio para transformar a los productores en ciudadanos. Y la tercera y más importante era la obligatoriedad de la educación con un fuerte eje en la construcción de un sentido de patria a partir de la revitalización de la historia argentina y de una literatura nacionalista de la mano de Ricardo Rojas, Manuel Gálvez o Leopoldo Lugones. Además se intentó restringir o “argentinizar” las escuelas de colectividades. Pero también se buscaba civilizarlos utilizando los modales de la elite criolla como referencia social. La ropa, los modales y el lenguaje de nuestros patricios diferenciaban a nuevos ricos de los verdaderos aristócratas.

Las cosas se complicaban y no todos llegaban a estas tierras para quedarse. Más de la mitad volvieron desilusionados a sus lugares de origen o buscaron un futuro mejor en otros países o eran expulsados por la mencionada Ley de Residencia. En la década de 1910 llegaron a ser más los italianos que se iban (350.378) que los que llegaban (347.388). Algo similar pasaba con los españoles.

IMGP5666La conflictividad social era moneda corriente por esos años. Las revoluciones radicales (1890,1893 y 1905), el Grito de Alcorta (1912), la Semana Trágica (1919) y la Patagonia Rebelde (1920-1921) fueron algunos emergentes de lo mal que lo pasaban muchos de los inmigrantes. La Argentina del Centenario distaba bastante de ser un paraíso. La posibilidad de la movilidad social era un hecho pero los propios inmigrantes sentían que la aristocracia criolla utilizaba todos los medios para impedirla. Quizás el más importante fue la formación de la Liga Patriótica, un grupo de ricachones que hacía uso de las armas para “aniquilar” a la subversión foránea.

El historiador Fernando Devoto señala en su libro Historia de la inmigración en la Argentina (Sudamericana): “Ciertamente la noción básica de ‘crisol de razas’no puede defenderse para el período que estamos analizando. Por otra parte, sólo un milagro, ajeno al ámbito del mundo de las relaciones sociales, podía permitir que una sociedad tan heterogénea fuese una sociedad integrada”. Y señala que “quizás el modelo ‘ensaladera’ es un mejor modelo”. En cambio, para Pablo Alabarces, doctor en Filosofía y especialista en cultura popular: “El modelo de crisol de razas fue muy compulsivo y, a la vez, muy exitoso. Hasta nuestra lengua es inmigrante. Es difícil señalar rasgos distintivos de la influencia de una comunidad sobre otra. Más bien la mezcla es lo distintivo”.

 

ENTREGUERRAS Y PERONISMO

Aquella amenaza social y revolucionaria llevó a los gobiernos a fomentar nuevas leyes de inmigración para reemplazar a la de 1876. Pero todos los intentos fracasaron. Por eso el camino elegido para desalentar la inmigración de indeseables fue el trazado por los decretos restrictivos dictados por Hipólito Irigoyen en 1919, Marcelo T. de Alvear en 1923, Agustín P. Justo en 1932 y Roberto Ortiz en 1938. La situación de posguerra también influyó negativamente en la llegada de inmigrantes europeos, que sólo se sostuvo gracias a las aún más fuertes políticas restrictivas de Estados Unidos que, por esos años, cerraron sus fronteras. La crisis del 30 generó un efecto perjudicial en el empleo que también afectó la llegada de nuevos migrantes. Entre 1921 y 1940 llegaron a la Argentino 1.710.000 inmigrantes. La baja en la inmigración tradicional fue compensada en parte por el mayor arribo de habitantes de Europa Central, siriolibaneses y judíos de distintas partes del mundo y llegaban a ser el 16,1 por ciento de la inmigración total en 1927. También por la llegada de una cantidad importante de exiliados que escapaban de las penurias y las persecuciones de la Guerra Civil Española. Además los japoneses se instalaron en la ciudad de Buenos Aires, donde se dedicaron a la floricultura y la tintorería.

IMGP5663Sin embargo, el incremento de los hijos argentinos de los inmigrantes y, luego, la llegada del peronismo al poder hicieron de este período uno de los más fructíferos en cuanto a la integración social.

Durante el peronismo y con el fin de la Segunda Guerra Mundial (y la reanudación en paz de los viajes transatlánticos) se desarrolló un importante caudal migratorio de trabajadores, refugiados políticos y prófugos dispuestos a dejar atrás las diversas penurias europeas. A partir de 1948 la cantidad de inmigrantes volvió a superar los cien mil. El proceso más llamativo de esta época fue el viaje del centro a la periferia: la conurbanización. Para 1960, del 67 por ciento de los inmigrantes que vivían en la zona metropolitana, el 46 por ciento lo hacía en Capital Federal y el 54 por ciento en el Gran Buenos Aires.

Los efectos de las políticas “argentinizantes” de principios del siglo XX tuvieron sus efectos y la integración se hizo más evidente en estos tiempos. Sin embargo, el peronismo produjo una nueva división social: los “cabecitas negras”, más identificados con la Argentina nativa, y “la gente decente”, más arraigada con el imaginario de los inmigrantes europeos que habían logrado su anhelado ascenso social. Por otra parte, el fin del peronismo marcó el final de la inmigración europea.

 

LA PATRIA GRANDE

La otra gran corriente inmigratoria que recibió nuestro país, la latinoamericana, no está menos plagada de mitos y contradicciones que la europea. Y es quizás el gran talón de Aquiles del crisol de razas. Discriminados y perseguidos por su origen y color de piel, los chilenos, paraguayos, bolivianos y peruanos la pasaron siempre muy mal en estas tierras. Quizá la única excepción sean los uruguayos. “La idea del crisol sólo incluye a las “razas” blancas y excluye a los inmigrantes latinoamericanos e incluso a los pueblos originarios”, analiza Caggiano.

IMGP5642Las más importante falacia popularizada es la que señala que a partir de 1990 el país se llenó de “bolitas”, término que suele incluir a todos los inmigrantes latinoamericanos. “Si uno mira desde el primer censo de 1869 hasta ahora, el nivel de población perteneciente a países limítrofes ha sido estable, entre 2 y 3 por ciento de la población”, explica el antropólogo Alejandro Grimson, especialista en migraciones. Una de las diferencias radica en el brusco descenso de la inmigración europea. Con sólo el 2,6 por ciento, los migrantes limítrofes alcanzaron el 50 mpor ciento de la inmigración total (5 por ciento de la población argentina). Otra característica que hizo visualizar la llegada de los latinoamericanos a nuestro país tan porteñocentrista fue que en los primeros años las corrientes migratorias se asentaban mucho más en el interior (por ejemplo, los chilenos en la Patagonia y los bolivianos en el Norte argentino) que en la Capital.

“También hay otro problema de visibilidad. A nadie se le ocurriría decir que el hijo de un italiano no es argentino. En cambio, el hijo de un boliviano es considerado socialmente como un boliviano. Si uno va a un hospital público a preguntarle cuantas bolivianas tienen hijos allí, el médico le va a decir que son muchísimas. Pero si luego se miran los registros es probable que no supere el 10 por ciento. Esta diferencia se produce porque el médico ‘bolivianiza’ al pobre o a la morocha”, afirma Grimson.

Para Martín Arias Duval, actual director de Migraciones del gobierno nacional: “Nuestra política apunta al MERCOSUR. Trata de facilitar la libre circulación de las personas. Se basa en la ley 25.871 de 2004, cuyo espíritu radica en que ningún ser humano es ilegal y establece la migración dentro de las normas de derechos humanos. Por otra parte, el programa Patria Grande regularizó la situación de los extranjeros que habían ingresado antes de la sanción de la ley. Nuestro déficit es la concentración en los centros urbanos. No tenemos una política para dirigir la migración hacia las regiones del país donde pueden hacer falta en términos laborales”.

La migración paraguaya, si bien fue constante en nuestra historia, tuvo dos corrientes de importancia. La primera, con motivaciones políticas en la Guerra del Chaco (1936) y las guerras civiles de 1947, se asentó en el trabajo agrícola en el Nordeste argentino. La segunda, después de la década del 50, tuvo motivaciones sobre todo económicas y se centró en Buenos Aires, fundamentalmente en el rubro de la construcción.

La corriente migratoria chilena es la más antigua y una de las más numerosas entre las latinoamericanas. Afincada sobre todo en la Patagonia (52 por ciento), y dedicada a la actividad rural, tuvo dos grandes olas: la primera entre 1947 y 1960, y la segunda correspondiente a los exiliados de la sangrienta dictadura de Augusto Pinochet.

Los bolivianos llegaron con fuerza a partir de los años 30 con la necesidad de mano de obra en la cosecha de la industria azucarera, del tabaco y la vid. Hacia fines de los 60 comenzó a instalarse en el Área Metropolitana y para 1980 ya superaban a los del interior. Los hombres se dedicaban mayoritariamente a la construcción y las mujeres al servicio doméstico. A partir de la década del 90, la comunidad comenzó a dedicarse al trabajo textil y la agricultura. En este caso, se repite lo que sucedía con la inmigración europea de principios del siglo XX: se registraron numerosos casos de explotación entre connacionales. Incluso se da la paradoja de que muchos ex esclavos independizados comenzaron a esclavizar a otros bolivianos recién llegados. Obviamente, esta referencia no quita responsabilidad a la enorme cadena de argentinos y de importantes expresas textiles que contratan este trabajo esclavo para maximizar sus ganancias.

La corriente más novedosa es la de los peruanos, que se acrecentó a partir de 1992. Si bien muchos estudiantes de esa nacionalidad poblaron nuestras universidades desde mediados del siglo último, tuvo un pico sin precedentes entre 1993 y 1995. Ingresados por Mendoza, a través de territorio chileno, muchos seguían viaje hacia Buenos Aires. Al no provenir de un país limítrofe, las restricciones son más fuertes para los peruanos y su situación de ilegalidad siempre es una complicación a la hora de conseguir trabajos calificados. Contra lo que puede sugerir nuestro ideario xenófobo, la mayoría de los migrantes peruanos se caracteriza por su alto nivel educativo. Un muestreo realizado por Gendarmería Nacional, en 1993, demostraba que más de la mitad de los peruanos censados tenían estudios universitarios. Pero casi ninguno pudo progresar en nuestro país: el 40 por ciento estaba empleado como personal doméstico y un 20 por ciento era peones y aprendices. Una característica muy particular de la inmigración peruana es que la mayoría eran personas solteras, y sobre todo mujeres.

Quizás la situación que más se diferencia con la de los grupos étnicos es la de los uruguayos. Llegados con fuerza hacia fines del siglo XIX y principios del XX (y con un rebrote en los años 70 escapando de la dictadura uruguaya) tuvieron una rápida y fácil inserción por las similitudes culturales y educativas con la población porteña.

 

TODOS SOMOS INMIGRANTES

Como la mayoría de los argentinos de hoy, esta historia atraviesa nUestra propia historia personal. Yo también soy “hijo” de aquella inmigración y de su cruce político y cultural. Pascual Amato, mi abuelo llegó a la Argentina en pleno período de entreguerras, hacia 1930, proveniente de Molfeta, Italia, con 18 años, segundo grado y oficio de pescador. Venía solo, para buscar a sus hermanas que ya se habían instalado en el país. Él también quería “hacer la América”. Se instaló en La Boca y empezó a trabajar en barcos de pesca “de altura”. Con el tiempo se casó, terminó la secundaria y cursó sus estudios en la Armada Argentina para recibirse como capitán de buques pesqueros de ultramar. Los paros de los trabajadores portuarios los volvieron profundamente antiperonista. En cambio, mi abuelo materno, José Ruiz, nació en la Argentina en 1916 y era hijo de un castellano y una asturiana que se habían conocido en nuestro país después de haber llegado en aquella primera oleada inmigratoria de fines del siglo XIX. A los 18 años, Pepe logró ingresar como empleado en Gas del Estado, conoció el Estado de Bienestar y se volvió profundamente peronista. Y, por supuesto, se jubiló en la empresa estatal. De aquellas discusiones familiares, de sus luchas, de sus miedos, de sus esperanzas, de sus prejuicios me nutrí y me formé. Como seguramente se habrán nutrido la mayoría de los lectores.

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