Llegado a la Argentina hace más de 150 años para moldear al país según las necesidades del modelo agroexportador, a lo largo de su historia el ferrocarril pasó de manos privadas a estatales, y viceversa, en varias oportunidades. Administraciones corruptas y negligentes lo convirtieron en un medio de transporte inseguro y de mala calidad.
miércoles 6 de noviembre de 2013 | 1:36 PM |El sistema ferroviario argentino está en boca de todos. Tres accidentes brutales en menos de dos años pusieron al descubierto el profundo deterioro de una red que supo ser un ejemplo para la región.
La realidad de los trenes hoy es desesperante y responde, entre otros factores, a la falta de pensamiento estratégico de los últimos 25 años.
La Argentina retrocedió muchísimo en materia ferroviaria en estas últimas décadas, período en el cual los ferrocarriles en el resto del mundo (especialmente en las economías desarrolladas) se transformaron y modernizaron con resultados impensados. Se desaprovecharon los desarrollos tecnológicos que ofrecen más velocidad y el uso de energías renovables en un mundo en el que el petróleo está en cuestión como generador de energía.
Las líneas de larga distancia prácticamente desaparecieron o se volvieron más lentas, las del área metropolitana se volvieron impuntuales (cuando no dependen del colapsado tránsito terrestre), inseguras (cuando el tren es un medio de transporte mucho más seguro que el automotor) y perdieron pasajeros, y las de carga no transportan lo suficiente (cuando por lógica son mucho más baratas). Hoy el sistema ferroviario argentino es anticuado, con una infraestructura que quedó obsoleta, con material rodante inseguro y con una organización institucional fragmentada, regida por intereses diversos y muchas veces contradictorios. Pero a esa realidad no se llegó por casualidad.
HISTORIA
El ferrocarril fue un invento revolucionario muy anterior al automóvil y surgió con el auge de las máquinas de vapor de la Revolución Industrial. Al igual que ese proceso histórico que cambió el paradigma económico, los ferrocarriles se expandieron por el mundo de la mano de una Gran Bretaña que todavía mantenía su poderío imperial. Poco a poco, las vías férreas equipararon (a escala) a los ríos y mares como canales de transporte, y alrededor de las estaciones de tren se asentaron poblaciones, algo similar a lo que antes había ocurrido con los puertos.
En junio de 1857 se realizó el primer viaje en tren en la Argentina. Como si fuera una profecía de lo que sucedería un siglo y medio después, el trayecto de prueba de la línea Ferrocarril Oeste de Buenos Aires –predecesora del Sarmiento– terminó descarrilando. (El dato aparece en la investigación Once. Viajar y morir como animales, de la periodista Graciela Mochcofsky, que intenta desentrañar las razones que llevaron a la tragedia del 22 de febrero de 2012, que dejó 51 muertos y casi 800 heridos.) Entre los pasajeros de ese viaje inaugural estaban Bartolomé Mitre (que en cinco años se convertiría en presidente de la república), Dalmacio Vélez Sarsfield (el padre del Código Civil) y Valentín Alsina, además de otros hombres ilustres de la
elite argentina de entonces. El tramo de ida, unos 10 kilómetros que unían la estación Del Parque –ubicada donde actualmente se emplaza el Teatro Colón– con la estación Floresta, se recorrió sin problemas. Pero en el regreso, los coquetos pasajeros querían más de la locomotora inglesa –bautizada en la Argentina como La Porteña– y pidieron a los maquinistas (también ingleses) que superasen los 40 kilómetros por hora para los que se habían diseñado las vías. A mitad de camino –a la altura de la estación Almagro– el tren descarriló, destrozó setenta metros de rieles y volcó. Varios de los aristócratas a bordo resultaron heridos. Mucho tiempo después se supo que además de la imprudencia de acelerar, las vías de hierro importadas de Europa no habían alcanzado para cubrir el trayecto y que para completar los tramos faltantes se habían hecho rieles con maderas forradas en chapa metálica.
El nacimiento de los ferrocarriles en la Argentina está directamente relacionado con la concepción de país regido por el modelo agroexportador. Lejos de concebirse para servir a una nación en formación, respondía a la necesidad de los capitales privados (muchos de ellos de origen británico o de sus socios locales) de mejorar la logística de las producciones agrícolas y ganaderas (especialmente de las provincias de Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba) hacia el puerto de Buenos Aires. Las vías, además de aportar una senda rápida para exportar materias primas, servirían para llevar en sentido inverso las manufacturas importadas que llegaban al puerto y que debían ser vendidas en el interior. El cambio fue sustancial, ya que a fines del siglo XIX un viaje por tierra (todavía a tracción a sangre) llevaba veinte días desde Buenos Aires hasta Tucumán, y con la llegada del ferrocarril, ese mismo recorrido se completaba en veinte horas.
El sistema ferroviario argentino responde a ese modelo de país agroexportador británico-dependiente, que estuvo signado por una relación desigual con Gran Bretaña. La red ferroviaria que se tendió detrás de ese modelo también es vista por muchos como un factor de los desequilibrios internos del país. Así y todo, para 1914 el tendido ferroviario argentino ya estaba prácticamente constituido y era el décimo del mundo en extensión. Esta red llegó a tener 52.500 kilómetros y los trenes metropolitanos fueron una maravilla del transporte público de toda América latina.
LOS DUEÑOS DEL FF.CC. Y EL ESTADO
El Ferrocarril del Oeste comenzó como una inversión privada con aportes estatales, pero fue comprado por la provincia de Buenos Aires en 1863. En 1890, la provincia se lo vendió a la Buenos Aires Western Railway.
En 1862 se firmó un contrato que permitió la conformación del Ferrocarril Central Argentino, en el cual se otorgaba a un consorcio de capitales ingleses la construcción del ferrocarril entre Rosario y Córdoba. Ese tendido integraría luego la línea Mitre. El contrato, entre otras cláusulas leoninas, cedía una legua de terreno a ambos costados de las vías, fijaba un piso de ganancias garantizado por el Estado y eximía a la empresa de pagar derechos de importación de materiales por cuarenta años. El Estado, en tanto, sólo participaba como accionista y debía hacerse cargo, entre otras cosas, de expropiar los terrenos afectados y construir estaciones. Durante el primer gobierno de Juan Domingo Perón se realizó la estatización de los ferrocarriles, que fue presentada como parte del programa de independencia económica y de crecimiento del Estado. La medida fue impulsada desde varios sectores, en especial por el intelectual nacionalista Raúl Scalabrini Ortiz, que enarboló a los trenes como símbolo de soberanía. La creación de Ferrocarriles Argentinos fue celebrada con una masiva manifestación en Plaza de Mayo. Pero las críticas no tardaron en llegar. Los detractores aseguraban que el negocio lo había hecho Gran Bretaña, que por esos años de posguerra tenía una economía en rojo. Los trenes en la Argentina habían perdido rentabilidad y el tendido ferroviario y el material rodante estaban ya obsoletos. Hacía falta una gran inversión para mantenerlos en condiciones. Era el momento perfecto para que los ingleses se desprendieran de ellos. Según documentación del Foreing Office, el precio que pagó la Argentina por la red fue de 150 millones de libras esterlinas y superaba las aspiraciones de los negociadores británicos.
Después de la creación de Ferrocarriles Argentinos en 1948 se desarrolló una fuerte industria metalúrgica ferroviaria, como la fabricación de locomotoras, coches motores, coches de pasajeros, vagones de carga, componentes y rieles. Pero tras el golpe de Estado de 1955, se generó un nuevo deterioro de la red y de las industrias que la proveían.
Para intentar modernizar el ferrocarril y sacarlo de su obsolescencia, la administración de Arturo Frondizi lanzó el Plan Larkin en 1961. Frondizi culpó abiertamente al tren de ser el causante del déficit presupuestario que azotaba a la Argentina por ese entonces y prometió terminar con “la vergüenza” de un sistema deteriorado, sobrecargado, sucio y vetusto. Con ese plan se logró instalar nuevos tramos de vías y comprar coches japoneses, entre ellos los Toshiba que todavía hoy circulan por los tendidos. Pero también se despidió personal, lo que causó huelgas que terminaron con el plan.
Durante la dictadura de Juan Carlos Onganía (y en el marco de sus ambiciosos planes de largo aliento) llegó un nuevo proyecto: el Plan de Mediano Plazo 1970-1980. Proponía regionalizar las redes, hacer hincapié en el transporte de pasajeros en el área metropolitana y de cargas y en encarar trenes de alta velocidad entre grandes ciudades. Especialistas como Juan Alberto Roccatagliata (doctor en Geografía y autor de varios libros sobre ferrocarriles) estimaron que el de Mediano Plazo era un buen plan e incluso afirmaron que estas ideas serían aplicadas unos años más tarde en Europa y Estados Unidos. Pero a poco de ponerse en marcha el Plan, la dictadura de Onganía fue sucedida por la de Agustín Lanusse y en 1973 volvería la democracia. El tercer gobierno peronista reabrió ramales y reestableció servicios hasta que llegó un nuevo golpe: el del 24 de marzo de 1976.
Con esta nueva dictadura (y las ideas liberales que implementó en la economía), comenzó la real debacle de un sistema ferroviario que ya venía golpeado. El autodenominado Proceso de Reorganización Nacional buscó soluciones mágicas y atacó sólo el costado deficitario de la red. Suprimió seis mil kilómetros de vías, cerró talleres y eliminó un 40 por ciento de la planta de trabajadores.
La falta de continuidad institucional y los sucesivos golpes de Estado que interrumpían los gobiernos democráticos atentaron directamente contra los intentos de modernizar, racionalizar y eficientizar el sistema ferroviario. Modificar lo requiere de muchos años y de mucho dinero.
LOS ÚLTIMOS 30 AÑOS
Con el retorno de la democracia, los trenes quedaron relegados durante el gobierno de Raúl Alfonsín, que debió priorizar otros frentes durante su mandato.
A poco de asumir el gobierno detrás de una falsa “revolución productiva”, Carlos Menem logró que el Congreso aprobase las leyes de Emergencia Económica y de Reforma del Estado que permitieron al Poder Ejecutivo privatizar todo lo que pudo para reducir el déficit fiscal y convertirse en el mejor alumno del Fondo Monetario Internacional. Como nunca antes, reapareció la idea de buscar la rentabilidad en el marco de los servicios públicos. Periodistas como Bernardo Neustadt operaron para instalar la idea de que los trenes eran un servicio innecesario, que incluso perdían un millón de dólares por día.
Bajo la premisa de que era necesario achicar el Estado y de que los servicios públicos eran deficitarios y por ende ineficientes, se privatizaron, entre otras empresas, varias líneas del ferrocarril, la Empresa Nacional de Telecomunicaciones (Entel), Aerolíneas Argentinas, Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF), Obras Sanitarias, Gas del Estado y Servicios Eléctricos del Gran Buenos Aires (Segba).
En 1991 Ferrocarriles Argentinos se dividió en el servicio de cargas por un lado y en el transporte de pasajeros del área metropolitana. Los pasajeros se habían reducido a la mitad (respecto de 1960) y el sistema perdía 335 millones de dólares anuales. Para entusiasmar a los empresarios, la propuesta del gobierno menemista fue irresistible: se les garantizó que ganarían dinero y, en caso de que los nuevos operadores no llegaran a cubrir sus costos con los ingresos generados por la explotación de las líneas, el Estado pagaría la diferencia mediante subsidios. Pero al mismo tiempo, el Estado seguía siendo dueño de vías, trenes y edificios, por lo que se tenía que hacer cargo de una fuerte inversión no ya para modernizar sino para mantener la red. Finalmente, cuatro conglomerados empresariales se quedaron con las concesiones de las siete líneas. De los 34 mil kilómetros de vías sólo sobrevivieron 19 mil, y 50 mil empleados fueron despedidos.
En ese contexto, Menem lanzó la famosa frase “ramal que para, ramal que cierra”, una advertencia a los trabajadores ferroviarios que intentaron resistir la privatización. Con la mayoría de los trabajadores combativos afuera, las conducciones de los gremios ferroviarios (La Fraternidad y la Unión Ferroviaria) por acción u omisión contribuyeron al desguace del ferrocarril y sacaron tajada con negocios propios.
Así, cientos de localidades por las que pasaba el tren (y que le habían dado razón de ser) se convirtieron en pueblos fantasmas. Y entonces nació otra frase que haría historia: “Pueblo sin tren, pueblo que muere”. Mientras existió el servicio ferroviario, el tren cumplía, por ejemplo, la misión social de llevar agua potable a aquellas ciudades que no la tenían. Sólo en el ramal del Ferrocarril Belgrano quedaron sin recibir el tren aguatero 43 estaciones. Con la desaparición del tren sanitario también se perdió el servicio que prestaba en las campañas contra el mal de Chagas, los planes de vacunación y la lucha contra la langosta.
El transporte de cercanías del área metropolitana comenzó a mostrar una brusca caída desde 1998 hasta que alcanzó un punto crítico entre 2002 y 2004. Néstor Kirchner llegó al poder en 2003 con buenas intenciones para mejorar el ferrocarril en el inicio de la gestión, e inyectó muchísimo dinero en el sector, pero la mala administración de los concesionarios, la corrupción de algunos funcionarios y el desvío de subsidios hicieron que esas inversiones no se vieran reflejadas en la mejora del servicio y que, por el contrario, se registraran tres de los peores accidentes ferroviarios de la historia. Durante la década kirchnerista se reestatizaron varias de las empresas que Menem había privatizado. Parece haber llegado la hora de los trenes.
Por Ana Vainman