Operados desde determinados sectores de poder, los ciclos devaluatorios funcionan como piezas de un andamiaje perverso en una trama con ganadores que se enriquecen a costa del empobrecimiento de la población.
miércoles 29 de mayo de 2013 | 5:03 PM |a palabra devaluación azuza algunos de los peores temores de los asalariados. Está asociada directamente con la destrucción de los ahorros pero sobre todo con la inflación, el desempleo, la contracción económica y la recesión. Eso es lo que está impreso en la memoria colectiva, que en las últimas décadas anotó uno a uno los virulentos saltos del tipo de cambio. La única devaluación que no tiene esas marcas fue la de la salida del régimen de convertibilidad, que se produjo en un contexto particular: elevadísimos niveles de desocupación combinados con organizaciones sindicales devastadas, que volvieron inviable cualquier intento por recomponer los salarios y aceitar la puja distributiva. Sin embargo, ese episodio no borró las marcas de los anteriores que estuvieron ligados a crisis de deuda, cuellos de botella del entramado industrial y extranjerización de la economía. Todos elementos que se combinaron, y se combinan, en el juego político de la economía que tiene (siempre) ganadores y perdedores en la tensión constante por ver cómo se pagan y se resuelven las crisis.
La falta de dólares –crisis de balance de pagos– para cancelar las deudas contraídas o seguir comprando las maquinarias que no se producen en el país para mantener el funcionamiento de la industria local explica en dos líneas la necesidad de ajustar el tipo de cambio vía una devaluación. Pero lo que los economistas discuten es por qué se llega a ese punto –por una crisis de deuda o porque no se pudo avanzar en un proceso de sustitución de importaciones– y también en qué plazo y volumen se producen esas devaluaciones.
Es que ese cambio en la relación del valor de la moneda local con la moneda de referencia internacional, en este caso el dólar, es constante. Y eso es así no sólo porque depende de los problemas estructurales que arrastra la Argentina –y también otros países en vías de desarrollo, subdesarrollados o periféricos– sino también de lo que ocurre con otras monedas y economías. En esa variación permanente se inscribe la disputa por ver quién paga la cuenta que se torna concreta cuando los saltos son bruscos y mucho más difusa cuando las variaciones son paulatinas: una cosa es una depreciación del dos por ciento mensual a lo largo de un año y otra cosa es una devaluación del 24 por ciento en cuestión de horas.