Es el investigador más dedicado y prolífico de nuestra televisión. Se declara un olmedista de la primera hora y revela facetas desconocidas del genial humorista.
lunes 26 de febrero de 2018 | 3:08 PM |Por Virginia Poblet. A lo largo de por lo menos dos décadas, en cada artículo que escribió sobre Alberto Olmedo, el periodista que más estudió y publicó sobre la TV nacional lo define como el mejor actor de televisión de la Argentina. Desde el vamos, Carlos Ulanovsky se declara olmedista de la primera hora. “Cuando tenía unos 13 años, recién entrado en la secundaria, uno de los comentarios del día siguiente en el cole era sobre el Capitán Piluso, nos divertía muchísimo, era una especie de inmoral, un mentiroso, un acomodaticio, algo que muchos chicos de esa edad queríamos ser”, recuerda.
–¿Por qué Alberto Olmedo es tan importante en la TV?
–Creo que fue un producto genuino de la tele; en ese sentido, lo reivindico como un gran actor. Hacía una cosa que no todos hacen: miraba desafiante a la cámara y se animaba a todo; fue el primero que mostró el otro lado, treinta años después nació la palabra “backstage”. Exponía aquello que nadie mostraba porque parecía inconveniente: los decorados mal pintados, un sillón roto, la media corrida de una vedette. Exhibía que pegaba sus parlamentosen las escenografías porque tenía una pésimamemoria y aparte era un incorrecto, nuncale gustó estudiar. A mediados de la décadadel 70 me dijo que él creía que en televisiónestaba todo por hacerse y descubrió el caminodel desparpajo. A través de eso se convirtióen un compinche del espectador. “Soy el que muestra lo que se oculta o dice lo que nunca sedice.” E hizo de todo: empezó con un programaque se llamaba Escuela de locutores, despuésen un momento, ya cuando lo llamaban de todoslados, teatro, cine y presentaciones personales,hizo una pelea como Piluso con Martín Karadagian en el Luna Park, que por supuesto se llenó. Eran los dos hitos de los chicos. Con esa pelea, Canal 9 inauguró su primer camión de exteriores. Fue el 12 de noviembre de 1961 y fue una de las pocas que el ídolo del catch as catch can perdió: Piluso, a punto de ser derrotado, lo amenazó a Karadagian con un tronco enorme, y claro, Martín salió corriendo. Eran esas picardías incorrectísimas las que los pibes adoraban y que hoy serían inadmisibles en la pantalla chica. Sin embargo, jamás le recriminaron esas actitudes; recién con la vuelta de Piluso a la tele en plena dictadura sí molestaron un par de cosas: “En términos de censura, hubo dos momentos en que lo observaron como Capitán Piluso: cuando le dijeron que llevar la honda colgada era apología de la violencia y se la tuvo que sacar, y luego, la Marina le censuró el traje de marinero a Coquito, su coequiper. Eso era poco tolerable para ellos”, cuenta Ulanovsky.
La suspensión vino en mayo de 1976 de la mano de un chiste de gusto dudoso en el programa El chupete que causó revuelo y estupor. “Fue una cosa muy interesante: yo creo que ahí tuvo que ver lo que pasaba en lo social, en el afuera. Fueron 90 segundos. El locutor dijo que tenían que lamentar la desaparición física de Alberto Olmedo y al minuto y medio él aparecía y decía: ‘¡Aaahh, se lo creyeron!’, y había unos actores que se estaban probando su ropa. ‘¡Ya se están poniendo mi ropa!’ El locutor no dijo ‘murió’; se había utilizado la palabra ‘desaparición’. Creo que a pesar de que la dictadura recién empezaba ya había conciencia de que había gente que estaba desapareciendo. Cuando sale el programa, él estaba en el teatro y no lo pudo ver porque el televisor estaba roto. A los diez minutos el empresario Alberto González le dice: ‘¿Qué hiciste, Negro? No paran de llamarme preguntándome si es cierto que te moriste’. Ahí se da cuenta, Olmedo quedó muy dolido con este tema. Lo suspendieron a él, a Jorge Basurto y a Juan Carlos Mesa, los dos libretistas”, detalla Ulanovsky. Su ausencia duró apenas dos meses. Parece que a la tele le costaba estar sin Olmedo, pero él se las arreglaba sin ella. “Cuando lo cesantearon no se preocupó demasiado, él sabía que iba a volver a hacer televisión. Mientras tanto hizo cine, teatro. Una cosa que me llamó la atención fue que en varias entrevistas del setenta y pico dijo: ‘En diez años me coso la boca y no hablo más, me voy a dedicar a escuchar’.
–Sus personajes tenían mucho de vida cotidiana, tenía la esencia de la calle.
–Él tenía mucha calle, fue un cultor del atorrantismo del que me parece que de algún modo Capusotto es el heredero. Era un tipo poco estructurado y además nunca había estudiado, era un auténtico autodidacta, y sin embargo había evolucionado. Se reunían con Gerardo y Hugo Sofovich y ahí armaban algo mínimamente. Los Sofovich nunca escribieron un guión, daban guías, les decían a sus personajes, a Fidel Pintos, a Javier Portales, a quien fuera, que hicieran tal cosa, pero Olmedo tuvo la iniciativa de tener algunas reuniones más con ellos. Recuerdo que en una entrevista que le hice para Clarín en 1983 me dijo que él no podía escribir una sola palabra, pero que se encontró con su autor y juntos tiraron 50 tonterías hasta encontrar una. De ahí salió, por ejemplo, el Yéneral González.
–Viéndolo en retrospectiva, era un adelantado. Sus programas de la década del 80, con sketches como “El Manosanta” o “Costa Pobre”, tenían un humor que encajaba perfectamente con la década posterior.
–Y la prueba está en que todavía causa gracia. El Manosanta era extraordinario. Una cosa notable también es que generó muchísimas frases: “Poniendo estaba la gansa”, “Adianchi”, “Éramos tan pobres”, entre otras. Cuando descubrían que Piluso había hecho una de sus picardías él decía “che fe, no ta”. También, a partir de la película Tootsie cumplió su sueño de trasvestirse, hizo un personaje muy bueno que se llamaba Lucy. Hoy estaría a un minuto de ser observado por el Inadi.
–Tenía sus chistes burdos, sin embargo casi nadie lo criticaba.
–No diría que era burdo, tenía un humor muy popular, de balneario. No digo que fuera un gran objeto de admiración, pero sí era un tipo que me llamaba muchísimo la atención, que me parecía un talento desaprovechado. Olmedo era un auténtico personaje de varieté. Fue un improvisador por indisciplinado, porque no le gustaba estudiar y creía muchísimo en sus recursos naturales; era un tipo con enorme desparpajo y lo más gracioso le parecía improvisar. En una entrevista que le hice en 1972 para La Opinión me dijo: “Un gesto que sirva para sugerir basta; no necesito decir malas palabras, lo grueso no es de verdadero cómico, todo hay que darlo apenas, gestos chiquitos, imperceptibles”. Ese personaje que hacía de empleado timorato, Rogelio Roldán, al que el jefe siempre lo basureaba, era un personaje muy logrado, con pocos gestos mostraba esa cosa de sometimiento, de bajar la cabeza.
–¿Se acuerda cuando en Satiricón hablaban del “olmedismo”?
–Claro, fue en 1973. En ese momento Olmedo generó una especie de escuela gestual de la televisión, grandes actores, como Ernesto Bianco –a quien el Negro admiraba mucho– y Mabel Manzotti, por ejemplo, empezaron a hablar, a gesticular y a tener movimientos olmedísticos, por eso en Satiricón generamos el “olmedismo”. Había una fiebre de olmedismo en toda la televisión porque el tipo miraba como nadie a la cámara y gesticulaba de una manera muy particular. Personalmente era todo lo contrario de lo que era en la tele, que era un tipo vivaz, simpático, dicharachero, atorrante. Personalmente era muy medido, tranquilo, reflexivo.
–¿Era difícil entrevistarlo?
–No, cada vez que lo llamé me dio bola. No era parco, al contrario. Como casi todos los cómicos, era un tipo muy serio, no era como (Jorge) Guinzburg, que hacía chistes todo el tiempo, era más como (Adolfo) Castelo. Uno de los sambenitos que cargaba es que se sentía inculto, que no estaba lo suficientemente formado, por eso me parece que en las entrevistas él se ponía mucho más serio, más exigente con él mismo.
–Hacía un promedio de dos o tres películas al año, la mayoría con Porcel, pero hay dos memorables con Tato Bores.
–Departamento compartido, que era una versión de Extraña pareja, y Amante para dos. Yo hice un libro sobre Tato Bores. Tato murió con la idea de que no pudo filmar la comedia que él hubiera querido, pero de elegir, elegía estas dos. Uno de los sueños que tuvo Olmedo fue hacer de Discepolín, le habían prometido un libro sobre él. Podría haber sido un muy buen Discepolín, tenía todo el physique du rôle.
–O sea que se lo empezaba a tomar más en serio.
–Inevitablemente. Como les ha pasado a muchos capocómicos en el mundo, como le ha pasado hace poco a Guillermo Francella, que ha hecho varios papeles dramáticos. Creo que hubiera hecho una muy buena transición hacia la actuación más seria, así como en los 60 Juan Verdaguer caracterizó a Camilo Canegato en Rosaura a las diez e hizo una muy buena creación. La prueba está en que poco antes de morir había tenido la oferta de caracterizar a Faustino Bertoldi, el cónsul argentino del libro A sus plantas rendido un león, de Osvaldo Soriano, y él estaba muy ilusionado con eso.
–¿Por qué todos nosotros, el público, la gente de la televisión, incluso los intelectuales más proclives a mirar de reojo el humor de balneario que él hacía, queríamos tanto a Olmedo?
–Era un tipo muy simpático y muy encantador, un tipo al que se le perdonaba todo, hasta eso de treparse a un balcón como un pelotudo una madrugada y caerse.