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La Revista

«La casa está en orden», 30 años después

Aquella expresión inmortalizada en la voz del ex presidente Raúl Alfonsín trajo la ansiada tranquilidad tras la rebelión carapintada encabezada por Aldo Rico, pero luego se conocerían los condicionamientos de los militares.

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ALFONSIN-CAFIERO-BALCON
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A pocos años de la recuperación de la democracia, tras el Juicio a las Juntas, en 1987 se llevaban adelante unos 1200 procesos contra  miembros de las Fuerzas Armadas y de Seguridad, responsables de crímenes de lesa humanidad. El 16 de abril, el mayor de Inteligencia Ernesto “Nabo” Barreiro rehusó presentarse en el juzgado que lo investigaba por cargos de tortura y asesinato y decidió amotinarse en el Comando de Infantería Aerotransportada de Córdoba, junto con otros 130 militares.

El caldo de cultivo de esta insubordinación fue la gran cantidad de juicios que comenzaron a partir de la promulgación de la ley de Punto Final, sancionada el 24 de diciembre de 1986. Si bien favorecía a los militares, desencadenó una inesperada cantidad de demandas presentadas familiares de desaparecidos y por algunos sobrevivientes.

Tras la toma del comando de Córdoba, pronto se plegaron otros cuarteles en diferentes puntos del país. Aldo Rico, con el cargo de teniente coronel de un regimiento en Misiones, se convirtió en el líder de los reclamos de los militares desde la Escuela de Infantería de Campo de Mayo y fue el virtual vocero de las Fuerzas. Su imagen en la televisión, con la cara cubierta de barro, le ganó a este grupo el apelativo de «carapintadas».

Sus reclamos eran:

– El fin de las citaciones judiciales para quiénes habían «enfrentado a la subversión».

– Aumento en el presupuesto militar.

– El relevo del jefe del Ejército, Ríos Ereñú, y de toda la cúpula castrense, «responsables de la rendición en Malvinas».

– Que los medios de comunicación respetaran la figura de los militares.

– La garantía de que ningún efectivo sería sancionado por el alzamiento.

A pesar de la orden del presidente y comandante en jefe, las Fuerzas Armadas se negaron a reprimir a los insubordinados. Pero el pueblo sí salió a la calle y se manifestó en Plaza de Mayo y la Plaza de los Dos Congresos. “Si se atreven, les quemamos los cuarteles”, cantaba un grupo que se acercó a Campo de Mayo el 19, en pleno domingo de Pascua. Allí se desarrollaba una reunión entre Alfonsín y los líderes de la insubordinación.

Poco tiempo después, el entonces presidente le habló a la población desde un balcón del Cabildo, pronunciando la frase que tristemente quedaría en la historia: “Felices Pascuas. Los hombres amotinados han depuesto su actitud. La casa está en orden”. Lo que nadie sabía entonces es que aquel «orden» se condensaría en la ley de Obediencia Debida, que sería sancionada un mes y medio después.

De este modo, la insubordinación consiguió una de las leyes del perdón, que establece la presunción de que los delitos cometidos por los miembros de las Fuerzas Armadas con grado por debajo de coronel durante dictadura no recibirían penas, con el argumento de que esos efectivos habían actuado subordinados a las órdenes de sus superiores, con la única excepción de la apropiado de menores o inmuebles de desaparecidos.

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