Eugenio Raúl Zaffaroni es una de las autoridades más relevantes que dio la Argentina en materia de justicia. El ex juez de la Corte Suprema y actual integrante de la Corte Interamericana de Derechos Humanos caracteriza la naturaleza del golpe de marzo de 1976 y las nuevas estrategias del poder.
jueves 10 de marzo de 2016 | 3:39 PM |Por Marcos Puerta. No necesita mayores presentaciones. Eugenio Raúl Zaffaroni es una referencia ineludible en lo que tiene que ver con la justicia argentina y sus trabajos como investigador y docente tienen alcance e influencia globales. Su carrera es vasta y dinámica. Se recibió de abogado a los 22, consiguió su doctorado a los 24, a los 29 fue juez de Cámara, a los 33 procurador general de la provincia de San Luis, a los 35 juez nacional, a los 63 ministro de la Corte Suprema y a los 74 renunció a ese cargo. Hoy es integrante de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y una fuente de consulta ineludible. Zaffaroni tiene una caracterización precisa de los motivos que le dieron vida al autodenominado Proceso de Reorganización Nacional, el impacto que tuvo en la Argentina y en la región, y los peligros de volver a algunos de esos oscuros senderos.
–¿Qué circunstancias políticas de nuestro país favorecieron que se concretara el golpe del 24
de marzo de 1976?
–Las circunstancias institucionales del país importaron poco. Lo decisivo era que no estábamos endeudados y que la política económica, pese al “Rodrigazo”, no era lo suficientemente satisfactoria para el neocolonialismo. La violencia política era un buen pretexto. El desconcierto de la Presidenta no era problema serio, porque faltaban pocos meses para la elección presidencial. Lo decisivo era la necesidad colonizadora de ocupar el país, del mismo modo que lo habían hecho con Chile y antes con Brasil.
–¿Pudo haberse evitado? ¿Hubo intentos decididos para que no se produjera?
–Los hubo, pero insisto en que fueron vanos, estaban destinados al fracaso, no había espacio político para que Martínez de Hoz y sus vendepatrias ocupasen el poder. Balbín no los hubiese puesto al mando de la economía, ya habían sacado del medio a Illia con el “onganiato”, y un peronismo renovado menos aún. Los sindicatos pesaban, no los podía contener la política. Necesitaban una dictadura, o sea, la ocupación de nuestro territorio por nuestras propias Fuerzas Armadas, convenientemente alucinadas por los colonialistas franceses o en la escuela de Panamá. Fue el último capítulo del neocolonialismo en nuestra región, no lo dudemos.
–¿Qué sectores militares y civiles empujaron el golpe?
–Los factores de poder reales que determinaron el golpe están claros: eran los intereses del neocolonialismo representados por el equipo económico de la dictadura, que nos endeudó con consecuencias que tardamos muchos años en superar, y que llevó a la crisis final, de la que quisieron huir alzando la bandera de la soberanía sobre nuestras Malvinas, que costó la vida de tantos ciudadanos jóvenes sacrificados por las veleidades de un general borrachín y sus secuaces. Otra cosa son los grupos internos que apoyaron el golpe y que fueron muchos, especialmente asustados por la violencia política: unos creyeron que la revolución social estaba a la vuelta de la esquina, pero los otros también. Cuidado que con esto no estoy sosteniendo la teoría de los “dos demonios” ni mucho menos. No confundo ni por un instante la solidaridad con el dolor de víctimas con la solidaridad ideológica, son dos cosas diferentes. Me solidarizo por completo con el dolor de víctimas de crímenes atroces contra la humanidad, pero no lo hago con las posiciones políticas que hoy los mismos sobrevivientes reconocen como un grave error.
–¿Desde cuándo estaba decidido concretarlo?
–No lo sé, pero creo que desde 1973. Con la muerte de Perón quedó el camino expedito, sólo era cuestión de tiempo. La decisión estaba tomada: la Argentina debía ser ocupada. Cuando se abran los archivos norteamericanos sabremos con mayor precisión la participación de ese país, pero no me cabe duda acerca de que Kissinger y los suyos estuvieron detrás de esto. Basta mirar el mapa de golpes para verificar que no se produjeron por mero azar. Lo que ignoramos son detalles, pero nada más.
–¿Se puede decir que el golpe en la Argentina fue el más sangriento de la región? ¿A qué se puede adjudicar esta ferocidad?
–Si tomamos en cuenta el número de víctimas es verdad, por más que hoy algún funcionario que lo ponga en duda. De todas formas, no creo que los crímenes contra la humanidad se valoren conforme a cálculos contables. En la ferocidad local pueden haber incidido factores externos tanto como internos. En lo externo, es posible que haya habido cierta revancha. No olvidemos que la Argentina se mantuvo neutral en la Segunda Guerra. Pero, por mi parte, creo más en factores internos y no tanto en los externos, porque la ferocidad no era muy funcional para el pragmatismo del neocolonialismo. Es algo así como los torturadores: los sádicos no son “buenos torturadores”, porque se descontrolan y terminan siendo disfuncionales. Como factores internos, no podemos ignorar que la Argentina tuvo un movimiento nacional muy fuerte, quizá el más fuerte y permanente de la región, que se opuso a una vieja oligarquía y toda su clase de “medio pelo” que aplaudió el golpe de 1955, también producto de una estrategia regional. Un disparo en el Palacio Catete puso fin a la vida de Vargas, de inmediato se invadió Guatemala y a los pocos meses se bombardeó la Plaza de Mayo. Eso era el neocolonialismo en acción. Pero la misma dictadura de 1955 se vio obligada a convocar elecciones en dos años, cuyo resultado lo decidió Perón desde España.
Por fin, después de mucho, tuvieron que sonreír y aceptar la vuelta de Perón. Había un profundoodio gorila, antipopular, de revancha interna, ese sí propio de nuestra historia reciente, la vuelta de Perón había sido un sapo difícil de tragar para todo el gorilismo que nunca comprendió las luchas populares y que, con insólita lectura pretendidamente “parisina”, se sentían los “aliados” luchando contra el “eje”.
–¿Qué impacto tuvo el golpe del 76 en la región?
–Fatal en muchos sentidos. Lo más negativo fue que eliminó a una generación, seleccionó a los más activos, inteligentes e inquietos, equivocados o no, pero sin duda eran los de mayor capacidad dinamizante de la cultura y de la sociedad. Si bien nada justifica los crímenes cometidos por los genocidas, incluso es mentira que todas las víctimas hayan participado de la violencia política. Los genocidas alucinaron una guerra y, con el pretexto de que “en toda guerra caen inocentes”, eliminaron todo lo que podía ser dinamizante en la sociedad, todo lo que se movía debía ser aniquilado. Lo único positivo que dejó y que aún hoy mantiene vigencia, fue un corte en nuestra cultura: desde la dictadura sabemos que no somos tan “derechos y humanos”, que no somos el “pueblo elegido” que estamos a salvo de las atrocidades sufridas por otros pueblos y que la indiferencia política, el “yo hago lo mío y no me meto”, no es vacuna contra cualquier abuso criminal del poder. También, en parte por la experiencia del exilio, sabemos hoy que no somos los “europeos cultos” de América, sino que somos tan latinoamericanos como todos los otros, pese a que alguna comunicadora elegante haya dicho “¡Qué me importa Honduras!”.
–¿Es preciso decir que amplios sectores de la sociedad argentina convalidaron en forma indirecta el golpe?
–Controlando lo emocional y los recuerdos amargos de conversaciones deplorables, debo reconocer que para la opinión pública todo era muy confuso, muy mezclado, bajo una intensa propagando con los “slogans” de siempre: la corrupción, los abusos, el “cheque de la Cruzada”, las corbatas de Lastiri, las andanzas del “brujo” López Rega, etcétera. Por cierto, en esa confusión, si bien se podía esperar violencia, casi nadie sospechaba que ese golpe que se venía anunciando con mucha anticipación, fuese a montar un aparato criminal sólo comparable con las atrocidades del nazismo. Hubo una parte de la opinión que creyó que el golpe era una repetición de la “dictablanda” de Onganía o algo parecido, que venía a “poner orden” y nada más. Prueba de esa ingenua incredulidad la proporcionan las propias víctimas, que hoy estarían con vida si hubiesen sospechado la programación asesina que se avecinaba, porque se habrían colocado a resguardo. No existía ninguna experiencia anterior ni de lejos parecida, pero había, eso sí, una clase media numerosa y asustada, que siempre es muy proclive a las invocaciones de “orden”. No podría asegurar que la población convalidó en general el golpe ni nadie podrá demostrarlo, porque no es posible hacer un sondeo de opinión en una población que ya no existe. Lo que me parece incuestionable es que la ausencia de liderazgo, tanto como los errores y la propaganda anterior, convergieron en desarticular toda posible resistencia orgánica y hacer cundir cierta indiferencia. Por supuesto que hubo sectores que apoyaron el golpe decidida y vergonzosamente. Independientemente del “por algo será” y de las calcomanías de “los argentinos somos derechos y humanos” pegadas en automóviles humildes, lo cierto es que tuvimos un episcopado nacional que no supo adoptar las posiciones dignas de otras iglesias latinoamericanas, dejando a salvo las excepciones –altísimamente respetables, por cierto– y sus propias víctimas e incluso mártires. Tampoco faltaron los neuróticos autoritarios de siempre, los de la “mano dura”, que aspiraban a un Franco o algo parecido, o que postulaban la necesidad de un “modelo indonesio”. Y también estaban los gorilas recalcitrantes del “viva el cáncer”, que recitaban sus supuestos discursos liberales y antipopulares, como buenos nostálgicos de la revolución fusiladora de 1955, algunos de los cuales sobreviven hoy en La Nación.
–¿Cómo caracterizaría la recuperación democrática de 1983?
–Don Raúl Alfonsín fue un hombre al que le tocó bailar con la más fea. Los golpistas no estaban desarmados y si bien por cierto, la era de las ocupaciones militares había concluido, en ese momento no estaba tan claro y, además, tenían la posibilidad de cometer algunas barbaridades. Alfonsín promovió el juicio a los comandantes, a las Juntas, que dio visibilidad pública a los crímenes de la dictadura. Tengamos en cuenta que nada de eso pasó en Uruguay, en Brasil y menos en Chile, y que aún hoy hay serias dificultades en El Salvador, en Guatemala y en otros países. Me siguen pareciendo aberrantes las leyes que luego declaramos inoponibles, es decir, la de “punto final” y la de “obediencia debida”, pero no juzgo la conducta de Alfonsín. No quisiera nunca estar en los zapatos de alguien que debe decidir en un momento y de su decisión puede depender que un grupo armado cometa un asesinato masivo, aunque al final sea controlado. Eso le restó popularidad, fue masacrado luego por el Grupo Clarín, se le dio un golpe financiero y tuvo que irse antes como resultado de que sus políticas no eran de “relaciones carnales”. Más allá de los errores y aciertos, mis respetos por el hombre. Si Alfonsín no hubiese dado visibilidad a los crímenes de la dictadura, hoy no podrían ser juzgados los genocidas. El resto lo juzgará la historia, con sus más y sus menos siempre opinables.
–Menem resultó un claro retroceso.
–Menem usó toda la simbología del peronismo para hacer todo lo contrario de Perón, como sabemos, retomó la política que Martínez de Hoz no había podido culminar en lo económico y, en cuanto a la dictadura, de la que él mismo fue víctima, indultó antijurídicamente a los condenados y mantuvo a rajatabla las leyes anteriores de amnistía. Lo único bueno que hizo fue suprimir el servicio militar obligatorio y neutralizar la posibilidad de nuevas tentativas de golpe de Estado militar clásico.
–¿Y De la Rúa?
–Fue un gobierno bastante fugaz y, la verdad que a este respecto, no hizo prácticamente nada relevante.
–¿Qué opinión le merece la política de derechos humanos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández?
–Es incuestionable que la política de derechos humanos en estos gobiernos fue regla, la recuperación plena de la memoria histórica no puede negarse. Se llevó a juicio a los responsables, hicimos lo que ningún país del mundo hizo, aplicando las leyes y los códigos ordinarios, en juicios llevados por los jueces constitucionales y con todas las garantías de defensa. La Argentina, en este sentido, ha salvado su honor ante el concierto de las naciones del planeta y tiene las manos limpias en materia de derechos humanos.
–¿Es saludable que Barack Obama visite la Argentina un 24 de marzo?
–No creo que sea la mejor fecha para la llegada de Obama, pero no sé si ha sido calculado o premeditado, seguramente si lo fue, no por Obama. Si en realidad Obama quiere dar una señal de simpatía hacia el pueblo argentino, creo que lo mejor que podría hacer durante su visita sería anunciar la apertura de los archivos norteamericanos en cuanto a la documentación del Plan Cóndor.
–¿Cómo se entiende la transformación del Macri que hablaba del “curro de los derechos humanos” al de hoy que se autopostula como “la voz de los derechos humanos en el mundo”?
–Enhorabuena, aunque no le creo mucho. Ojalá sea cierto, pero lo dudo, especialmente porque no creo que sea muy respetuoso de los derechos humanos despedir a decenas de miles de funcionarios sin indemnización y con el simple pretexto de que son innecesarios o “ñoquis”, tampoco creo que lo sea gobernar por decreto-ley y menos tener presa a Milagro Sala violando fueros parlamentarios a cuyo respeto la Argentina se comprometió mediante un tratado internacional, ni creo que sea muy humanista anunciar la represión de la protesta pública con un proyecto de protocolo de “cinco minutos y afuera”, como tampoco proponer un ministro de la Corte Suprema por decreto y que, además, postula la tesis colonialista del “doble derecho”, entre otras cosas, claro.
–¿Existen paralelismos entre las políticas económicas de Martínez de Hoz y las de Prat-Gay?
–Salvando las diferencias de épocas y situaciones, es el mismo discurso de los idólatras del mercado.
–¿Podemos decir que la era de los golpes militares terminó?
–Sí, terminó, porque lo que terminó fue el neocolonialismo, que fue una etapa larga, que se abrió en el siglo XIX, cuando se sacudieron de encima a nuestros libertadores y nos ocuparon con las oligarquías locales, proconsulares de sus intereses, como el porfiriato mexicano, el patriciado peruano, la república “velha” brasileña, nuestra oligarquía vacuna, etcétera. El neocolonialismo tuvo diferentes momentos, por cierto, porque nada dura un siglo sin alternativas. A partir de la Revolución Mexicana, las oligarquías fueron enfrentadas y desplazadas por los “populismos”, como el cardenismo mexicano, el varguismo brasileño, el velasquismo ecuatoriano, el aprismo peruano y, por supuesto, el yrigoyenismo y el peronismo argentinos. Después de las ampliaciones de la ciudadanía real que produjeron estos movimientos, ya no era posible volver a las oligarquías proconsulares y se apeló a otras formas de ocupación. Domesticaron a algunos movimientos, como el PRI mexicano, que puso fin a la “era de los generales” y pasó a la de “los licenciados” desde Miguel Alemán, o el giro del MNR boliviano, pero a otros, cuando no pudieron pactar ni subordinarlos, decidieron directamente ocupar nuestros territorios con nuestros propios militares. Pero eso se terminó, hoy estamos en una etapa avanzada del colonialismo, una nueva fase, que responde a un mundo en que los políticos –en el centro y en la periferia– han perdido el poder o están sitiados por las corporaciones transnacionales. Ni Obama ni Frau Merkel pueden hacer lo que quieren, están sitiados por un poder que se desplaza horizontalmente, a diferencia del político, que es eminentemente local. Siempre ha habido entendimiento entre los políticos y el poder económico, pero a medida que en el curso del siglo pasado la concentración de capital asumió la forma de corporaciones transnacionales y fue adoptando la variable financiera, usuraria y fraudulenta, fue avanzando sobre el poder político hasta que llegó a reemplazarlo por considerarlo innecesario. Este desplazamiento lo percibieron tempranamente y con claridad dos militares inteligentes, que no eran blancas palomitas y sabían de poder: Eisenhower en su discurso de despedida y Charles De Gaulle en toda su actuación europea.
–¿Con Macri corren riesgo las conquistas en materia de verdad, justicia y derechos humanos?
–Retrocesos en materia de derechos humanos ya hay, si consideramos los despidos masivos, la devaluación del salario real y de los beneficios previsionales por efecto de la inflación y, en alguna medida, el riesgo que corre la actividad científica y tecnológica y los recortes que se anuncian a las universidades. Los derechos humanos no se limitan a la punición de los represores de la dictadura, por cierto, y el primer derecho humano nuestro, latinoamericano, es el derecho al desarrollo humano, que con esta política económica habrá de sufrir un serio retroceso. En cuanto a los juicios a los genocidas, no estoy muy seguro. Si bien hay personajes cercanos al gobierno que no los miran con simpatía, sería muy fuerte que traten de detenerlos. Más bien creo que intentarán alegar razones de humanidad para conceder excarcelaciones o arrestos domiciliarios, en consideración a la edad, pero tampoco estoy seguro de esto. El colonialismo es mal pagador. Los genocidas ya les prestaron su servicio, los usaron en otra etapa y ahora no les sirven. Es posible que no se interesen por ellos, están viejos y pasados de moda, son demodé, las corporaciones indican a sus empleados o CEO no ensuciarse con el pasado, sino mostrarse como pragmáticos jóvenes activos y eficientes, que nada tienen que ver con el pasado de torturas y desapariciones forzosas. Pero aunque es lo más probable, no estoy del todo seguro de que esta línea supranacional se siga en nuestro país.