Por Felipe Pigna. Director General
Hablar de Roberto Fontanarrosa es referirse a uno de los más notables historietistas, dibujantes y cuentistas de nuestro país. Escamoteado su reconocimiento por cierta academia demasiado atenta al éxito ajeno y poco al talento que puede legítimamente subyacer bajo ese éxito que tanta alergia les provoca a los partidarios de los cenáculos, es en cambio reconocido por todos los amantes de la buena lectura y de los juegos del idioma, magistralmente ensayados no sólo en sus relatos sino en cada cuadrito de su Inodoro Pereyra. Recuerdo el primer chiste gráfico que leí del querido Negro, publicado en la memorable revista cordobesa Hortensia, en el que podía verse a una mamá con un bebé en brazos llorando y un señor que le preguntaba: “¿Qué tiempo tiene el nene?”. Y la señora respondía: “Todo el tiempo del mundo para hacerme la vida imposible”. Una genialidad que auguraba mucho. Ese maravilloso uso del doble sentido basado en la amistad con las palabras. Durante la dictadura atacó a los personeros de turno por su sentido menos desarrollado, el del humor. Era obligatorio leer en la contratapa de Clarín su crónica diaria y una vez por semana la tira de Inodoro, especie de Martín Fierro loser acompañado por el perro-filósofo Mendieta. Por allí pasaron los grandes escritores de la humanidad, de Shakespeare a Cervantes, personajes de la historia y momentos históricos, como nuestras guerras de independencia y hasta la guerra de Malvinas. Inodoro se jactaba, por ejemplo, ante un político de ser el único que había puesto las manos en el fuego por él y ante la pregunta del hombre sobre cómo había sido eso, el gaucho le contestaba: “Hice todos los asados de la campaña electoral”. Fue el autor de frases célebres, como “ando desorientado como lombriz que se metió en un plato de fideos pensando que era una orgía” o la ya famosa sentencia a su Mendieta: “Vivo en un barrio privado… privado de luz, de agua, de gas…”. Fueron célebres sus ilustraciones para la notable revista cultural Crisis, su recreación en forma de historieta de los clásicos griegos y su genial asesoramiento a Les Luthiers. Tuve el honor y el placer –cuestiones que no siempre van juntas– de conocerlo y disfrutar de su mirada única, absolutamente lateral y original. Lo conocí en una extraña situación: una de esas tapas de Gente de personajes del año. Yo había ido a acompañar a Menchi Sábat y entre los notables estaba Roberto, pero también un niño de unos diez años que, careta de por medio, encarnaba al menor de la familia que hacía furor en la tele, Los Simpsons. Roberto miró al émulo de Bart y soltó “Pobre pibe”. Los que estábamos con él atinamos a pensar que hacía mucho calor y que el sufrido niño se iba a asfixiar debajo de la máscara. Pero el Negro aclaró enseguida. “¡No, qué calor ni nada de eso! Que les vaya a contar a los amiguitos de la escuela que salió en la tapa de Gente, quién le va a creer?” Una enfermedad cruel, tremendamente injusta, marcó sus últimos años, y una de las últimas anécdotas que se cuentan de nuestro querido Roberto ocurrió en Barranquilla, Colombia. Lo subían con su silla de ruedas por una rampa y unos chicos que jugaban a la pelota dejaron de hacerlo para contemplar la escena. Él los miró y sólo dijo: “Por fumar”, en un gesto hermosamente humano, tremendamente empático. Vaya pues este número de Caras y Caretas en homenaje a un grande, el Negro Roberto Fontanarrosa, alguien absolutamente presente pero que no podemos dejar de extrañar.