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La Revista

Ese enorme artista, Troilo

Lo tenía todo. Fue director de orquesta, compositor, lo buscaban los letristas más talentoso se hizo brillar a muchos de los mejores cantantes e instrumentistas. A cien años de su nacimiento, un análisis de un legado monumental que sigue desafiando al tiempo.

Por Sin Firma
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Pichuco. El gordo. El gordo triste. El japonés. El Bandoneón mayor de Buenos Aires. A lo largo de su vida Aníbal Carmelo Troilo sumó diversos alias, algunos más ampulosos, otros más de entre casa: todos ellos entrañables. Como él mismo y su música. Este 11 de julio se cumple el centenario de su nacimiento y los homenajes ya llegaron a buena parte de la Argentina y el mundo, y seguirán su curso durante todo el año. La cuestión de los aniversarios suele favorecer los tonos engolados y el brillo del bronce. Pero ese muchacho, Troilo, no los necesita. Supo reunir en una sola vida una sensibilidad y sabiduría apabullantes, únicas en un arte tan multifacético como el tango. Se trata de la figura más totalizadora de esa enorme, profunda, colectiva y singularmente argentina construcción cultural.

Pichuco abrazó su primer bandoneón a los 11 años y no lo soltó más. Tomó clases durante seis meses con Juan Amendolaro, un profesor de barrio, y más tarde sumó estudios ocasionales con instrumentistas más preparados. En ese rubro se destacan diez encuentros con Pedro Maffia y no mucho más. “A mí no me gustaba estudiar”, explicó alguna vez. Troilo se hizo tocando y escuchando. A los 14 años ya tenía su propio quinteto; después formó parte del mítico sexteto del violinista Elvino Vardaro, que incluyó a Osvaldo Pugliese, Ciriaco Ortiz y Alfredo Gobbi (hijo) y desgraciadamente no dejó registros grabados; y más tarde se sumó alas orquestas de Juan “Pacho” Maglio, Julio De Caro, Juan D’ Arienzo, Ángel D’ Agostino y Juan Carlos Cobián. Hasta que el 1 de julio de 1937 comenzó a escribir su propia historia con su orquesta –en rigor un octeto– en el Marabú. Tenías ólo 22 años y comenzaba un recorrido notable. El del director de orquesta con un criterio único y una elegancia distintiva, el del compositor inspirado al que perseguían los mejores letristas, el del bandoneonista que con unas pocas notas transmitía todo y más, el que se apoyó con audacia en sus arregladores y no dudó en evolucionar, y el que hizo brillar como nunca a más de un cantor.

Pichuco, acaso más que cualquier otra cosa, fue el director de orquesta de tango con más visión. No era el más formado como músico. Pero sabía como pocos lo que quería y tenía una personalidad definida –aunque no estanca–. Las diversas formaciones de su orquesta fueron desarrollando y actualizando su estética. Desde el ritmo más picado, deudor de la impronta de D’ Arienzo, hasta las formas más pausadas, elegantes y complejas que llegarían después. Pichuco supo elegir a sus arregladores con gran acierto. Argentino Galván, Ismael Spitalnik, Emilio Balcarce, Ástor Piazzolla, Eduardo Rovira, Julián Plaza y Raúl Garello fueron algunos de ellos. Todos bajo su atenta mirada y la famosa goma de borrar para dejar de lado barroquismos o expresiones que podrían desvirtuar el estilo de la orquesta.

PROFUNDO Y EMOTIVO

Como bandoneonista creó un estilo propio y fácilmente reconocible. Sus influencias iniciales fueron Maffia, Pedro Láurenz y Ciriaco Ortiz. Poseía un fuerte carácter rítmico y sus fraseos eran profundos y emotivos. Sus solos eran breves, con predominio de su mano izquierda. Esas intervenciones siempre eran enriquecedoras y quedaban en la memoria del escucha. En su trabajo posterior con el guitarrista Roberto Grela –ya sea en cuarteto o dúo– el peso de su sonido se hizo más ostensible, así como también su manejo del volumen y capacidad para improvisar.

El Troilo compositor no sólo es el responsable de obras que llegaron a lo más hondo del alma popular. Supo articular como nadie música de alto vuelo con letras de enorme belleza y profundidad. Fue el responsable de 61 composiciones, once de ellas instrumentales. Las más emblemáticas son “Barrio de tango”, “Sur”, “Discepolín”, “Che, bandoneón” (con letras de Homero Manzi); “La última curda”, “María” y “Una canción” (con Cátulo Castillo); “Garúa” y “Pa’ que bailen los muchachos” (con Enrique Cadícamo), y “Toda mi vida” y “Mi tango triste” (con José María Contursi). Si bien su obra instrumental es cuantitativamente menor a la de algunos de sus contemporáneos, sólo con “Responso”, que dedicó a su amigo Homero Manzi, se ubica entre lo mejor de esta faceta del género.

Por su orquesta pasaron instrumentistas notables. Muchos de ellos dejaron su huella en el género. En más de un caso el olfato de Pichuco los descubría mucho antes deque se transformaran en las figuras que luego serían. Troilo también era generoso y reiteradamente estimulaba a sus músicos y cantores para que se lanzaran a una carrera propia. Algunos de ellos fueron los pianistas Orlando Goñi, José Basso, Carlos Figari y Osvaldo Berlingieri; el contrabajista Enrique “Kicho” Díaz; los bandoneonistas Ástor Piazzolla, Ernesto Baffa y Raúl Garello; los violinistas Hugo Baralis y Juan Alzina, y el chelista José Bragato. Su sociedad posterior con Grela también fue memorable. El gran bandoneonista Julio Pane dijo hace muy poco que la orquesta de Troilo era el sonido de la noche del Centro y que con Grela resurgían los aires del Abasto. No parece una mala definición.

También se destacó por su gran olfato para elegir cantores. La mayoría de ellos en su momento no eran conocidos, algunos incluso eran muy discutidos –como Edmundo Rivero– y todos crecieron enormemente en su orquesta. Dicen que Pichuco hacía cantar a su bandoneón y a su típica. No podían hacer menos sus cantores. Troilo fue determinante para darles más espacio a las voces de la mano del mítico Francisco Florentino y dejar definitivamente en el pasado la figura del estribillista. También fue muy influyente en la costumbre de que las orquestas incluyeran dos cantores. En su lista de notables también se encuentran Alberto Marino, Floreal Ruiz, Edmundo Rivero, Raúl Berón, Roberto Goyeneche, Elba Berón y Nelly Vázquez, entre otros.

Cuando el 18 de marzo de 1975 Troilo se fue para siempre dejó una obra titánica y un ejemplo enorme. Los tangos exactos, sus fraseos, lo popular, la noche porteña. “Salea buscar soda y vuelve a los tres días. ¡Y sin la soda!”, le rezongaba e ironizaba Zita, su gran amor. También dejó la tristeza de que se fue demasiado pronto –tenía apenas 60 años –y la bronca del rol que pudo haber tenido durante la resistencia a la que el género debió someterse desde los 70 hasta mediados de los 90. ¿Qué hubiese querido Pichuco para su centenario? Podría resultar injusto intentar interpretarlo a la distancia. Pero seguramente le encantaría ser recordado (chequear los diversos homenajes en http://www.troilo.com.ar) y ver la trascendencia de su obra. Esa batalla ya está ganada. Por otro lado, alguna vez consultado sobre qué haría si el tango desapareciera respondía: “Creo que me moriría”.Esa otra batalla de Pichuco se sigue jugando todos los días. En cada boliche, cada disco y cada pentagrama en donde jóvenes y no tanto pelean por extender y poner en presente un legado tan rico como aislado de los grandes centros de difusión.

Por Sebastián Feijoo

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