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La Revista

En nombre propio

Los testimonios de Juan Domingo Perón y Raúl Scalabrini Ortiz.

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Desde el propio Perón, todos quisieron brindar testimonio de aquel 17 de octubre de 1945, jornada que marcó el nacimiento del mayor movimiento popular de la Argentina.

Juan Domingo Perón (Presidente de la Nación)

peron

Trabajadores, hace casi dos años dije desde estos mismos balcones que tenía tres honras en mi vida: la de ser soldado, la de ser un patriota y la de ser el primer trabajador argentino. Hoy a la tarde, el Poder Ejecutivo ha firmado mi solicitud de retiro del servicio activo del Ejército. Con ello, he renunciado voluntariamente al más insigne honor al que puede aspirar un soldado: llevar las palmas y laureles de general de la Nación. Ello lo he hecho porque quiero seguir siendo el coronel Perón, y ponerme con este nombre al servicio integral del auténtico pueblo argentino. Dejo el sagrado y honroso uniforme que me entregó la Patria para vestir la casaca de civil y mezclarme en esa masa sufriente y sudorosa que elabora el trabajo y la grandeza de la Patria.

(…) Muchas veces he asistido a reuniones de trabajadores. Siempre he sentido una enorme satisfacción: pero desde hoy, sentiré un verdadero orgullo de argentino, porque interpreto este movimiento colectivo como el renacimiento de una conciencia de trabajadores, que es lo único que puede hacer grande e inmortal a la Patria. Hace dos años pedí confianza. Muchas veces me dijeron que ese pueblo a quien yo sacrificara mis horas de día y de noche, habría de traicionarme. Que sepan hoy los indignos farsantes que este pueblo no engaña a quien lo ayuda. Por eso, señores, quiero en esta oportunidad, como simple ciudadano, mezclarme en esta masa sudorosa, estrecharla profundamente en mi corazón, como lo podría hacer con mi madre. (…)

Dije que había llegado la hora del consejo, y recuerden, trabajadores, únanse y sean más hermanos que nunca. Sobre la hermandad de los que trabajan ha de levantarse nuestra hermosa Patria, en la unidad de todos los argentinos. Iremos diariamente incorporando a esta hermosa masa en movimiento a cada uno de los tristes o descontentos, para que, mezclados a nosotros, tengan el mismo aspecto de masa hermosa y patriótica que son ustedes.

Pido, también, a todos los trabajadores amigos que reciban con cariño este, mi inmenso agradecimiento por las preocupaciones que todos han tenido por este humilde hombre que hoy les habla. Por eso, hace poco les dije que los abrazaba como abrazaría a mi madre, porque ustedes han tenido los mismos dolores y los mismos pensamientos que mi pobre vieja querida habrá sentido en estos días. Esperamos que los días que vengan sean de paz y construcción para la Nación. Sé que se habían anunciado movimientos obreros; ya ahora, en este momento, no existe ninguna causa para ello. Por eso les pido, como un hermano mayor, que retornen tranquilos a su trabajo y piensen. Y hoy les pido que retornen tranquilos a sus casas, y esta única vez, ya que no se los puedo decir como secretario de Trabajo y Previsión, les pido que realicen el día de paro festejando la gloria de esa reunión de hombres que vienen del trabajo que son la esperanza más cara de la Patria. (1)

 

Raúl Scalabrini Ortiz (Escritor)

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 Pensaba con honda tristeza en esas cosas, en esa tarde del 17 de octubre de 1945. El sol caía a plomo cuando las primeras columnas de obreros comenzaron a llegar. Venían con un traje de fajina porque acudían directamente de sus fábricas y talleres. No era esa muchedumbre un poco envarada que los domingos invade los parques de diversiones con hábito de burgués barato. Frente a mis ojos desfilaban rostros atezados, brazos membrudos, torsos fornidos, con las greñas al aire y las vestiduras escasas cubiertas de pringues, de resto de breas, grasas y aceites. Llegaban cantando y vociferando, unidos en la impetración de un solo nombre: Perón. Era la muchedumbre más heteróclita que la imaginación puede concebir. Los rostros de sus orígenes se traslucían en sus fisonomías. El descendiente de meridionales europeos iba junto al rubio de trazos nórdicos y al trigueño de pelo duro en que la sangre de un indio lejano sobrevivía aún.

El río crece bajo el empuje del sudeste, disgrega su enorme masa de agua en finos hilos fluidos que van cubriendo los bajitos y cilancos con meandros improvisados sobre la arena tan minúscula que es ridícula y desdeñable para el no avezado que ignora que es el anticipo de la inundación.

Así avanzaba aquella muchedumbre en hilos de entusiasmos que arribaban por la Avenida de Mayo, por Balcarce, por la Diagonal. Un pujante palpitar sacudía la entraña de la ciudad. Un hálito áspero crecía en densas vaharadas, mientras las multitudes continuaban llegando. Venían de las usinas de Puerto Nuevo, de los talleres de la Chacarita y Villa Crespo, de las manufacturas de San Martín y Vicente López, de las fundiciones y acerías del Riachuelo, de las hilanderías de Barracas. Brotaban de los pantanos de Gerli y Avellaneda o descendían de las Lomas de Zamora.

Hermanados en el mismo grito y en la misma fe iban el peón de campo de Cañuelas y el tornero de precisión, el fundidor mecánico de automóviles, la hilandera y el peón. Era el subsuelo de la patria sublevada. Era el cimiento básico de la Nación que asomaba, como asoman las épocas pretéritas de la tierra en la conmoción del terremoto. Era el substrato de nueva idiosincrasia y de nuestras posibilidades colectivas allí presente en su primordialidad sin reatos y sin disimulos. Era el de nadie y el sin nada en una multiplicidad casi infinita de gamas y matices humanos, aglutinados por el mismo estremecimiento y el mismo impulso, sostenidos por una misma verdad que una sola palabra traducía: Perón. (2)

 

(1) Discurso en Plaza de Mayo (1945)

(2) Tierra sin nada, tierra de profetas. Devociones para el hombre argentino, Plus Ultra (1973)

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