Por María Seoane. Directora de Contenidos Editoriales
El tango “Bahía Blanca” de Carlos Di Sarli solía sonar en la casa de Parque Chacabuco desde el mueble de cedro, el combinado de discoteca y radio, como un himno iniciático de la cena de Nochebuena. Era el llamado a la reunión familiar en los años 50. La seducción de unirse a festejar al ritmo más porteño y nacional para una familia cuyo origen fue bajar de los barcos, porteños de pura cepa en segunda y tercera generación. La tentación de dibujar en el baile a cargo de mi madre y mi padre y de mis tíos, la tremenda sensualidad del abrazo al ritmo del dos por cuatro, mientras los más chicos nos burlábamos con una risita nerviosa como si nos asomáramos a una intimidad desconocida de nuestros mayores. Y sin embargo, estas postales entrañables no fueron más que memorias que no marcaron a la generación que se hizo –nos hicimos– adolescente en los 60. Por alguna razón que anticipó la historia, el frenesí del tango para la milonga fue arrumbado como cosa del pasado. Tal vez ocurrió porque los años 60 del siglo XX fueron una verdadera revolución cultural: llegaron el amor libre, las minifaldas, la píldora anticonceptiva, las mujeres fumando en la calle, la pasión por el rock de Elvis, primero, y luego por Los Beatles y la inmensa nacionalización de una generación que estaba lejos de la inmigración de los padres y abuelos. Llegó la gesta revolucionaria de Cuba y el Che; la rebelión política al autoritarismo cuartelero o de salón. La generación del 60 amó el folklore, la cumbia, el rock nacional y a Ástor Piazzolla. Abandonó el dibujo intenso de la milonga y olvidó cómo bailar el tango. Amó el folklore por la pasión nacionalista; amó el rock por la transgresión revolucionaria, y amó al Piazzolla de “Adiós Nonino” –también esa guitarra virtuosa de Cacho Tirao–, el de “Verano porteño”, de “Balada para un loco”, y al gran Aníbal Troilo que “almaba” –como transliteraría Juan Gelman– el bandoneón. Y nos olvidamos de bailar el tango, de sus orígenes orilleros, de la seducción de las milongas en burdeles, conventillos o en la casas de patricios y plebeyos. Y la calle Corrientes, entonces vertebrada por cafés y librerías, era el verano, el invierno y el otoño según lo tocó Piazzolla. O la avenida Callao tentaba a pararse en el cruce con Corrientes y tararear: “Piantao, piantao, piantao, no ves que va la luna rodando por Callao…”, que cantaba con esa voz afónica y porteñísima Amelita Baltar. Y nos olvidamos de bailar el tango hasta que, de repente, crecimos. Nos acercamos a la edad que aconseja sumar en vez de restar, tomar de la cultura lo que es fundante, tradicional y moderno al mismo tiempo, y quisimos ya maduros aprender a bailar el tango, no nos resistimos más a su embrujo y lamentamos que nuestros padres ya no pudieran enseñárnoslo como siempre quisieron hacerlo. Entonces, sin anticiparlo o sin quererlo, casi subrepticiamente como si no nos diéramos cuenta, como si siguiéramos una cadena de generaciones a la cual estábamos encadenados, decidimos continuarlo. Y amamos a Di Sarli, a Francisco Canaro, a Gardel, a Pugliese y a las orquestas típicas que la rompían en clubes, barrios y plazas. Nos conmovimos con Edmundo Rivero y el Polaco Goyeneche. Seguimos amando a Piazzolla; jamás reemplazamos a Troilo. Y nos acordamos de ir, a fines del siglo más corto, según el historiador inglés Eric Hobsbawm, a cualquier milonga donde ya adultos nos permitiera aprender a bailar el tango. Nos permitiera el placer telúrico de abrazarse para entrelazar la historia nacional con nuestra historia personal sobre las baldosas al ritmo del dos por cuatro.