Por María Seoane. Directora de Contenidos Editoriales
La historia de la manipulación de masas es tan vieja como la existencia de la humanidad organizada en tribus, desde el fin de la manada y la delegación del poder en un jefe sacerdote y guerrero hasta el Estado moderno, el temible Leviatán de Hobbes: ese “monstruo grande que pisa fuerte”. Una manipulación que podría abarcar desde la sujeción al curandero tribal, pasando por el ministro de Propaganda del nazismo, Joseph Goebbels, hasta el ejército de trolls peñaduranbarbista de hoy en estas pampas, con un poder cada vez más ampliado por la comunidad de medios. Nuestro presente reúne desde las estimaciones de “la aguja hipodérmica” de Harold Lasswell, que suponía un efecto letal de la propaganda inyectada como un virus para la sumisión de las masas, hasta la conocida “espiral de silencio” de Elisabeth Noelle-Neumann, que reconoce lo obvio: los medios eligen qué contar y qué callar. La discusión pareció terminar con Jürgen Habermas cuando definió la centralidad del lenguaje en la construcción de un mensaje y un cadalso simbólico en los ciudadanos –en los múltiples formatos y soportes que eligiera– para la dominación o, por lo menos, para la elusión de las responsabilidades criminales del poder o, incluso, para la autojustificación de los vencidos (Poder y desaparición, de Pilar Calveiro). Pensaba en “la espiral de silencio” de los grandes medios argentinos y en los intentos de negar que los argentinos fueran “violadores” a los derechos humanos cuando revisé los papeles sobre el Mundial de Fútbol del 78. Y me pregunté hasta dónde el lenguaje –hoy también lo pregunto al comparar la efectividad del “Sí se puede” con la brutalidad cavernaria del ajuste económico, esa bomba de neutrones sobre la Argentina– puede estirar la dominación sobre los ciudadanos. ¿Habría posibilidad de restaurar –como alentó Étienne de La Boétie contra la servidumbre voluntaria– el orden de la libertad, un tiempo suplementario, un momento en que el partido de la conciencia se definiera siquiera por un penal?
Descubrí aquella nota en la que conté las tácticas de la dictadura para neutralizar lo que llamaron “la campaña antiargentina” por las denuncias de los movimientos de derechos humanos contra el Estado terrorista de Videla y Martínez de Hoz, que en pleno Mundial de Fútbol del 78 no habían podido detener. El logo del Mundial había dado la vuelta al mundo, y en los aros olímpicos que sostenían la pelota de fútbol, el mundo había visto dibujada por los exiliados y los movimientos humanitarios y políticos de Europa, especialmente, la cara de Videla como el rostro esquelético de la Parca o la imagen alambrada de campos de concentración. Miles de postales y de volantes se repartieron en las estaciones y calles de Roma, París, Madrid. La imposibilidad de negar la existencia de los desaparecidos llevó a la dictadura, al finalizar el Mundial en julio de 1978, a encarar una campaña más intensa.
El Mundial había sido un taparrabos sin el poder suficiente para impermeabilizar la sangre de sus crímenes. Pero, justamente por eso, violadores y violados debían prepararse para el tiempo suplementario que vendría luego de que se apagaran los gritos del Mundial. En esos días, el Ministerio del Interior, a cargo de Albano Harguindeguy, contrató a la empresa Burson-Marsteller para mejorar la imagen de la dictadura. Se conocieron los resultados en 1979, en vísperas de la visita a la Argentina de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (Cidh) de la OEA: el eslogan “Los argentinos somos derechos y humanos” en miles de obleas y repetido hasta el cansancio por la prensa nacional configuraba la campaña defensiva del régimen terrorista. Pero ya era tarde: la llegada de la Cidh devino pronto en la conciencia de los argentinos y del mundo en el penal de los vencidos.