Gabriel García Márquez, que dedicó su vida a las letras, murió a los 87 años en México. Nobel de Literatura, dejó novelas de las más bellas y lecciones de periodismo de las inolvidables.
miércoles 28 de mayo de 2014 | 11:33 AM |
Cada mañana se nos informa sobre las novedades del planeta. Y, sin embargo, somos pobres en historias singulares. ¿A qué se debe esto? Se debe a que ya nonos llega ningún acontecimiento que esté libre de datos explicativos. En otras palabras: ya casi nada de lo que sucede redunda en provecho de la narración, casi todo en provecho de la información. Porque sise puede reproducir una historia preservándola de explicaciones ya se logró la mitad del arte de narrar.” Esta aguda observación pertenece a Walter Benjamín y la concibió, especulamos, cuando Gabriel García Márquez apenas se asomaba al mundo. La actualidad de esta reflexión de Benjamin resulta necesaria para referirnos a la obra del autor colombiano que nos legó una biblioteca de narraciones insustituibles. García Márquez defendió como nadie el arte de contar historias, y lo ejerció con paciencia e introspección. La potencia de sus historias no sólo surge de la singularidad de escenas y personajes, sino de un cierto cantar barroco que ha sabido acondicionar a la prosa, alcanzando un estilo hiriente de tanta precisión: “Durante el fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas y removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior, y en la madrugada del lunes la ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto grande y de podrida grandeza”. En el comienzo de El otoño del patriarca, lo sensorial queda a expensas de la acción: lo visual se enciende en una música sin estertor que anuncia la caída. García Márquez sostiene hasta el final una prosa obstinada, animándose a partituras sin compases, animándose a una escritura del derrumbe. Aunque no son estos rasgos exclusivos de El otoño del patriarca. Las mejores narraciones de Gabriel García Márquez se erigen sobre esta hacienda irrespirable de barro, palabra y fuego. Cada libro –se descubre– se ha meditado en secreto; cada comienzo –se respira– es un escándalo de virtudes. “La escritura de ficción es un acto hipnótico. Uno trata de hipnotizar al lector para que no piense sino en el cuento que se le está contando, y eso requiere de una enorme cantidad de clavos, tornillos y bisagras, para que el lector no despierte. Es lo que yo llamo la carpintería. Cómo contar el argumento y convertirlo en una verdad literaria que atrape al lector. Pues sin la carpintería no se puede.”La imagen de la carpintería nos instala en un taller donde vuela el aserrín y se impone la madera con su tenacidad de árbol y su aroma dulce; donde cuerpo y alma se abocan al movimiento y a la meditación. La escritura, parecería decirnos el escritor, no es un idilio con lo etéreo, sino la vida dura que se toca suave y se amasa lentamente en busca de una forma que la contenga y la revitalice en la esperanza de ser contada. La maestría del comienzo. Benjamin y García Márquez adoraron a Kafka, desde diferentes épocas y sensibilidades. Benjamin le dedicó sesudos ensayos y discusiones imperdibles registradas en sus cartas. García Márquez, tan lejano en lengua y geografía, atribuye a Kafka el rumbo certero de su escritura. Vivía en Bogotá, donde estudiaba Derecho. Templado en los aires del Caribe, renegaba del clima de montaña, lluvioso y fresco. Residía entonces en una pensión con un amigo que, como él, era lector impulsivo. Una tarde, su amigo lo incitó con un ejemplar amarillo y gastado. García Márquez se recostó en su cama y abrió el libro. La primera oración de aquel relato punzó y alteró su mundo de manera definitiva: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto”.La metamorfosis de Kafka funcionó como pieza esencial del engranaje. “Lo recuerdo como si en ese momento me hubiera caído de la cama. En esa época, ya conocía el argumento de los cuentos que quería escribir, pero no sabía cómo. Las tentativas eran fallidas, faltaba algo.” Había descubierto, detrás de esta lectura, “un método” del que, hasta el momento, carecía. Y no sólo eso, sino que se convirtió en el autor de los más hermosos comienzos.“El día que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de cagada de pájaros.”Acaso una de sus novelas más leídas, Crónica de una muerte anunciada no sólo ofrece un comienzo de los más exquisitos y elaborados, sino que coquetea deliberadamente con el inaugural relato de Kafka. Gabriel García Márquez ha tenido la franqueza y la virtud de aunar la narración pura con la palabra excitada. Sus comienzos son grandiosos porque lo que continúalos justifica. “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” La primera oración de Cien años de soledad instala al lector en una temporalidad polarizada, sonora y táctil; el devenir de la novela cabe en la contundencia de la primera frase. El contrato, al decir del escritor israelí Amos Oz, entre lector y escritor, se asienta en la fuerza de la poesía y en la toma de conciencia sobre la atroz soledad del hombre minutos antes de que lo ampare la muerte.“El coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había más de una cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras de polvo de café revueltas con óxido de lata.” El detalle se instala en los sentidos del lector. Podemos tragar el polvo y pisar la tierra. Y escuchar el sonido de la cuchara en el fondo de un tarro oxidado. Y sentir el aroma de los restos del café como un canto de soledad. El comienzo de El coronel no tiene quien le escriba de lata, no sólo la gran incidencia del cine en la pluma de García Márquez, sino la plasticidad con la que la palabra se materializa en acto y la materia en poesía. Hay comienzos que huelen a finales. Por eso elegimos, a modo de adiós, la tersura de El amor en los tiempos del cólera: “Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados.”