La reciente creación del Instituto de Revisionismo Histórico Manuel Dorrego crispó los ánimos de algunos historiadores de la academia, que expresaron su rechazo de manera furibunda. Con la intención de construir, Caras y Caretas propone abrir el juego al debate.
jueves 1 de marzo de 2012 | 1:01 AM |Por Hernán Brienza
Entre el pasado y el presente hay una filiación tan estrecha que juzgar el pasado no es otra cosa que ocuparse del presente. Si así no fuere, la historia no tendría interés ni objeto. Falsificad el sentido de la historia y pervertís por el hecho toda la política. La falsa historia es origen de la falsa política.” La frase pertenece a ese interesante y zumbón ensayo titulado Grandes y pequeños hombres del Plata, del tucumano Juan Bautista Alberdi. Y sirve para pensar los usos que se ha dado a lo largo de estos dos siglos a la historia argentina: un extenso combate intelectual entre distintas generaciones y escuelas para apropiarse de un pasado. Porque en el imaginario social y político quien se adueña de la memoria colectiva tiene la posibilidad de delinear un futuro compartido. La pregunta entonces, tras el auge de venta de libros sobre el tema, es: ¿quién cuenta hoy la historia nacional y de qué manera lo hace?
Está claro que no hay una sola forma de contar la historia. Desde el nacimiento de la patria hasta hoy convivieron distintas maneras de relatar el pasado. Elitistas, populares, revisionistas, divulgadores, anecdotistas, académicos, todos ellos son hijos y nietos de las primeras corrientes de la historia que representaron Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López. Pero, entonces, por qué desde hace unos meses el historicismo académico liderado por Luis Alberto Romero desde el diario La Naciónha dedicado varias páginas a cuestionar los recorridos de la historia que ya desde hace unos años los autores reconocidos como neorrevisionistas, como Mario “Pacho” O’Donnell, Felipe Pigna, Araceli Bellotta, entre otros, han iniciado.
Evidentemente enojado a la hora de escribir sus opiniones, Romero redactó un extenso artículo en el que se arrogó para sí el derecho de decidir quiénes son “historiadores” y quiénes son sólo “escritores” y lanzó una caterva de críticas sobre quienes cultivan hoy el neorrevisionismo histórico. El primer blanco de ataque fue la celebración que realizó en noviembre pasado el Estado nacional en la Vuelta de Obligado en homenaje a los protagonistas de esa épica batalla y, sobre todo, lo que él llamó el “nacionalismo patológico”.
Romero consideró que ciertos neorrevisionistas cultivan este tipo de nacionalismo e intentan “transformar una derrota en victoria”, que existe un “sentido común nacionalista, muy arraigado en nuestra cultura, a tal punto de haberse convertido en una verdad que se acepta sin reflexión” y contrapone el nacionalismo, al que prefiero llamar patriotismo, sano, virtuoso e indispensable para vivir en una nación, al patológico que predomina en el sentido común de los argentinos y que define como “una suerte de enano nacionalista que combina la soberbia con la paranoia y que es responsable de lo peor de nuestra cultura política. Nos dice que la Argentina está naturalmente destinada a los más altos destinos; si no lo logra, se debe a la permanente conspiración de los enemigos de nuestra Nación, exteriores e interiores. Chile siempre quiso penetrarnos, el Reino Unido y Brasil siempre conspiraron contra nosotros. Ellos fraccionaron lo que era nuestro territorio legítimo, arrancándonos el Uruguay, el Paraguay y Bolivia. La última y más terrible figuración del enano nacionalista ocurrió con la reciente dictadura militar. Entonces, el enemigo pasó de ser externo a interno: al igual que los unitarios con Rosas, la subversión era apá- trida y, como tal, debía ser aniquilada. Poco después, la patología llegó a su apoteosis con la Guerra de Malvinas”.
Resulta interesante la operación cultural que hace Romero porque mete a los nacionalismos dentro de una multiprocesadora y sugiere que todos los nacionalismos son iguales. No difiere entre el nacionalismo republicano, el popular, el lugoniano, el liberal conservador. Para él, todos los discursos son iguales, en un claro error conceptual y metodológico. Porque uno podría estar de acuerdo con que una exacerbación de la pasión nacional puede conllevar cierto tipo de conflictos en su vientre, pero unificar en un solo párrafo el nacionalismo americanista de Manuel Ugarte y el de la dictadura militar, el marxista de Juan José Hernández Arregui con el de Jorge Videla o, incluso, la “restauración nacionalista” que propone Ricardo Rojas con los desvaríos del general Leopoldo Galtieri, parece ser una operación cultural difícil de establecer y sostener. Menos en Romero, que es uno de los historiadores más reconocidos en los ámbitos académicos.
DOS, TRES, MUCHOS REVISIONISMOS
Las palabras de Romero tienen un fuerte contenido político. Pero ataca, sobre todo, a la corriente historiográfica que se reconoce como “revisionista” y que no es otra cosa que la mirada, nacional, popular, democrática y federalista sobre la historia. Comete un error que es el merengue conceptual o de categorías, porque no todo el revisionismo es similar ni tiene las mismas consecuencias.
El “revisionismo histórico” tiene un primer estadio de corte nacionalista reaccionario y ve a Rosas como un paladín del orden, de la paz de las estancias, del retorno de lo hispano. El segundo momento del revisionismo está ligado a la experiencia popular del forjismo y el primer peronismo. En este momento, Rosas es revitalizado no sólo por su condición de “estanciero”, sino fundamentalmente como un símbolo de la soberanía política y la independencia económica, dos valores fundamentales para la concepción peronista del Estado y las relaciones internacionales. Es en esta etapa en que se incluye el ingreso de los caudillos federales al panteón de los héroes. La historia se vuelve plebeya y los protagonistas comienzan a ser los “pueblos”, antes que los líderes individuales.
Un tercer momento es la inclusión del marxismo con sus herramientas de análisis para interpretar el pasado histórico. Los sectores sociales, las luchas de clases, los movimientos y las representaciones del bajo pueblo y sus líderes y representaciones forman parte de los estudios realizados entre finales de los años 50 y 70. El fin de siglo y la crisis de 2001 convocaron a la sociedad a pensarse a sí misma nuevamente y a reflexionar sobre su pasado reciente, pero también sobre toda su historia. Y surgió lo que se denomina, no sin cierta imprecisión, el “neorrevisionismo histórico”, es decir una nueva mirada política sobre la historia. Ha crecido tanto esa corriente que, actualmente, se organizó en torno al incipiente Instituto de Revisionismo Histórico Manuel Dorrego, cuyo presidente es Mario “Pacho” O’Donnell, y en el que participamos Araceli Bellotta, Felipe Pigna, Eduardo Rosa, Eduardo Anguita, Roberto Caballero, Víctor Ramos, Pablo Vázquez y quien escribe estas líneas, entre otros. Para aclarar el debate, si uno debiera operacionalizar la categoría “revisionismo” tendría que prestar atención a algunos valores de ciertas variables: a) una concepción nacionalista del pasado, ya sea esencialista, culturalista, territorial o económica; b) preocupación por la conducta individual respecto de infidelidades económicas y actos de corrupción; c) una mayor cercanía a la experiencia federal con sus vaivenes respecto de Rosas y los caudillos; d) estudio de la incidencia de las potencias mundiales en las políticas criollas; e) responsabilidad de las elites oligárquicas sobre el estado del país, y f) una tenaz persistencia en el estudio por los sectores subalternos de la economía, lo político y lo social.
PADRES E HIJOS
Las polémicas no son nuevas. El debate capital de la historiografía argentina se produjo en 1881, cuando Vicente Fidel López, al publicar su Historia de la revolución argentina, criticó la obra de Bartolomé Mitre, lo que motivó una polémica notable, condensada en tres volúmenes, uno publicado por López bajo el título de Debate histórico, y dos por el general Mitre con el título Comprobaciones históricas y Nuevas comprobaciones históricas, en 1881 y 1882. En realidad se trata de la gran polémica sobre la historiografía vernácula, en la que se enfrentan las dos grandes escuelas estilísticas del siglo XIX, representadas por López y Mitre. La primera considera a la historia como un arte, donde lo sustantivo es la reconstrucción viva de los hechos, haciendo hablar y actuar a los personajes, interpretando las ideas y las pasiones de la época, en lo que se considera un acto de resurrección o evocación histórica. López recoge las versiones de la tradición oral en una narración llena de interés y color, que atrapa al lector. Como contrapartida, desdeña el método, no muestra demasiado afán en clasificar los documentos, no le interesa la verificación de los hechos sino la escenificación del drama.
La escuela mitrista, en cambio, considera que la historia debe ser elevada al nivel de una ciencia y basa su mirada en la investigación de los hechos para poder contrastarlos, a través del examen crítico de los documentos. De esa manera, intenta recuperar el método experimental de las ciencias naturales. Mitre define con claridad esa noción en su libro Comprobaciones históricas: “La historia no puede escribirse sin documentos que le den la razón de ser, porque los documentos de cualquier manera que sean constituyen, más que su protoplasma, su sustancia misma. El documento es a la historia lo que la horma al zapato que fabrica el zapatero”. La discusión de los llamados “padres de la historia” abrió la producción historiográfica en dos: de un lado los defensores de la metodología como reparo de la subjetividad y aquellos que apostaban a la reconstrucción y acercamiento del pasado al gran público. Con brocha gorda, uno podría decir que el mitrismo parió la “historia profesional” y que López alumbró a los divulgadores.
La escuela liberal tuvo sus herederos en lo que se conoció como la historia profesional, cuyos representantes prominentes fueron Emilio Ravignani y Ricardo Levene, José Luis Romero y la Academia Nacional de la Historia. Esta rama alcanzó su apogeo en las primeras décadas del siglo XX, y sus continuadores se reúnen en torno a la Academia y los institutos sanmartinianos o belgranianos. Su Producción intelectual está ligada a los sectores más conservadores de la sociedad, como el Ejército y la Iglesia, y sus referentes más conocidos en el mundo editorial son Miguel Ángel De Marco e Isidoro Ruiz Moreno, entre otros. Se trata generalmente de una historia épica, de próceres y malditos, cuyo armazón principal –basado en la máxima sarmientina de civilización o barbarie– toma partido por la organización liberal.
Esta escuela fue fuertemente cuestionada por la irrupción del nacionalismo y tomó fuerza la corriente conocida como revisionismo histórico clásico. Escritores como Adolfo Saldías (Historia de la Confederación Argentina) y Rómulo Carbia iniciaron el camino que luego retomarían Carlos Ibarguren con su monumental biografía sobre Juan Manuel de Rosas, Ernesto Palacio, los hermanos Julio y Rodolfo Irazusta, estos últimos vinculados con un proyecto claramente conservador, elitista y de derecha.
En un primer momento el revisionismo se concentró en reivindicar la figura de Rosas como eje central de un proyecto nacional diferente al de la organización liberal liderada por Mitre, Sarmiento y Avellaneda. Pero con el paso del tiempo comenzó a entroncarse con las tradiciones populares de mediados de siglo XX como el yrigoyenismo (Gálvez y Raúl Scalabrini Ortiz) y el peronismo (Palacio, José María Rosa, Arturo Jauretche, entre otros).
Una de las combustiones más interesantes del revisionismo se produjo tras el encuentro con el marxismo, ya entrados los 60. El revisionismo de izquierda –llevado adelante entre otros por Rodolfo Ortega Peña (Facundo y la Montonera, Felipe Varela), Jorge Abelardo Ramos (trotskista, autor de Revolución y contrarrevolución en la Argentina), Rodolfo Puiggrós (comunista, autor de Historia crítica de los partidos políticos), Milcíades Peña, y más cercanos en el tiempo Fermín Chávez y Norberto Galasso, entre otros– retoma algunos de los principales postulados del revisionismo tradicional, específicamente la centralidad de la contradicción naciónimperio, y le agrega también la contradicción de clases dentro de las fronteras, hendiendo la sociedad entre los sectores populares, encargados de llevar adelante la liberación social y nacional –tal el lenguaje de la época– y las clases dominantes ligadas con los intereses del capital trasnacionalizado.
DEMOCRACIA Y DESPUÉS
La instauración de la democracia vino acompañada por la profesionalización del debate histórico. Durante los primeros quince años dominó el panorama intelectual la escuela de la historia social –heredera del estructuralismo francés y el marxismo británico mezclados con cierto desechos culturales de la historia oficial mitrista–, de la mano de Luis Alberto Romero y Tulio Halperín Donghi. Fue la edad de oro para esta corriente que ocupó y sigue ocupando universidades y centros de investigación. Pero dentro del mismo espacio académico, el paradigma de la historia social comenzó a resquebrajarse hacia fines de los 90 con la irrupción de la “historia cultural” (política, de las ideas, de la vida privada, de las minorías). El centro más importante de producción intelectual es el Instituto de la Universidad de Buenos Aires Emilio Ravignani, dirigido por José Carlos Chiaramonte. Se trata de un espacio que contiene a académicos como Hilda Sabato, Fernando Devoto, Jorge Gelman y que fue creciendo al ritmo de la profesionalización del oficio, de la adecuación metodológica a los estándares de los grandes centros de investigación.