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La Revista

CIEN AÑOS

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Por Felipe Pigna. Director General

Se cumplen cien años de la revolución que cambiaría la historia del siglo XX, como la francesa marcó los últimos años del siglo XVIII y gran parte del XIX. La evolución de las ideas sociales surgidas en Inglaterra al calor de la Revolución Industrial y sus tremendas consecuencias sociales, en la Francia posrevolucionaria y en la Alemania lectora de Hegel, marcó un hito fundamental en la evolución de la dignidad humana. La descomposición del régimen de explotación milenario sufrió una primera crisis de legitimidad en torno a la revolución inglesa de 1648 y el florecimiento de una literatura que comenzó a derribar la idea casi teocrática de una monarquía de origen divino, instituida y sostenida por el poder papal. La literatura de John Locke instala la idea del pacto social que pone en un pie de humanidad a los mandatarios y postula el derecho a la rebelión cuando el rey no cumple con sus obligaciones para con sus súbditos. La destitución de esta idea del poder como inmutable e imperturbable fue habilitando pensamientos más radicales a partir de la idea revolucionara de Tomás Paine sobre los derechos del hombre promovida durante la revolución estadounidense de 1776, que se transformó en declaración universal en el París revolucionario de 1789. El hombre pudo pensarse a sí mismo, a reconocerse en sus derechos. La izquierda de la revolución promovió un giro desde los derechos individuales hacia los sociales y se desarrollaron las ideologías obreristas que se expresaron orgánicamente en la Primera Asociación Internacional de Trabajadores creada en Londres en 1864. Allí quedaron expuestas las diferencias entre los socialistas representados por Karl Marx y Friedrich Engels, y los anarquistas representados por Proudhon y Bakunin. Las dos corrientes coinciden en la necesidad de derrotar a la burguesía para construir una nueva sociedad. Los marxistas plantean la creación de partidos obreros y dan tanta importancia a la actividad política como a la sindical. Hablan de un período de transición entre el triunfo revolucionario y la construcción de la nueva sociedad a la que llaman “dictadura del proletariado”. Los anarquistas, por su parte, priorizan la actividad sindical oponiéndose a los partidos políticos y a su consecuencia natural, los gobiernos. Ven en la religión un enemigo que justifica el poder terrenal de la burguesía. Marxistas y anarquistas ejercen una importante influencia en el movimiento obrero y coinciden coyunturalmente en algunos episodios, como la Comuna de París de 1871. Desde entonces, los pronósticos sobre un triunfo revolucionario situaban como epicentros posibles al Londres obrero o al Berlín de Marx y Engels, pero las respectivas burguesías de las potencias tomaron nota de la explosiva situación social y emprendieron reformas que evitaron la “catástrofe” revolucionaria. Pocos esperaban que el primer Estado obrero del mundo se instalase en la Rusia de los zares, el país más grande del mundo, histórica autocracia debilitada por la primera revolución de 1905, la guerra con Japón y su desafortunada intervención en la Primera Guerra Mundial arrastrada por las relaciones familiares y económicas con Gran Bretaña.

El marxismo debió replantear con Lenin una nueva teoría del Estado, al que soñaba originalmente con eliminar en la fase comunista soñada por Marx. El octubre rojo de Moscú, 7 de noviembre para Occidente, abrió las puertas al empoderamiento del movimiento obrero en todo el mundo, dio un nuevo ímpetu a las luchas por la dignidad e inició un proceso complejo que culminaría con la instalación de la dictadura de Stalin y su particular interpretación del “socialismo real”. En este número de Caras y Caretas nos proponemos analizar en profundidad aquel hecho histórico y sus perdurables consecuencias.

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