Ricardo Ragendorfer nos relata la historia de un delincuente de poca monta que encuentra la muerte por haberse“robado” un problema, en una historia que involucra originales de Carpani, revendedores mafiosos, prostitutas y a la Triple A.
viernes 25 de agosto de 2017 | 3:08 PM |Por Ricardo Ragendorfer. La del 5 de julio de 1975 fue en la localidad de Funes, a 20 kilómetros al oeste de Rosario, una noche gélida. Por tal razón casi no había trabajo en el Karim, una whiskería situada en las afueras, sobre la Ruta 9. Hasta que tal vez corrido por la soledad y las ráfagas del invierno, llegó un hombre que lucía una gorra de lana; el resto de su cara estaba semioculta tras las solapas de su campera de corderoy. El tipo primero pidió una ginebra que bebió de un solo trago; luego, sin demasiado énfasis en su selectividad, eligió a una pupila con rasgos chinos. Y juntos entraron en un pequeño cuarto sin ventanas cuyo mobiliario se reducía a un lecho doble con respaldo de esterilla rota y una palangana llena de agua. Era difícil imaginar que precisamente allí empezaría el capítulo final de una extraña historia.
LOS VISITANTES DE LA NOCHE
Su inicio argumental fue azaroso. Y ocurrió en el barrio de San Telmo durante otra noche invernal, pero de 1974: dos hombres salían del restaurante Lezama, frente a la plaza homónima; uno era Ricardo Carpani, el ya consagrado pintor, y su acompañante, el doctor Orlando Salazar Uribe, de profesión odontólogo y militante del PC. Ambos se despidieron con un abrazo. Este último subió a un taxi en la esquina de Brasil y Defensa para ir a su casa-consultorio de Palermo. En su mano sostenía un cilindro de plástico rojo con tres bosquejos a lápiz de Carpani sobre el gaucho Martín Fierro realizados para las ilustraciones del volumen que la editorial Programa publicó en 1967. Era una atención del artista hacia él en virtud de un tratamiento dental por el que no le había cobrado ni un solo peso. La amistad entre ellos era de larga data. Hubo una época en que Salazar había soñado con ser dibujante y tomó clases con el maestro Emilio Pettoruti. En su estudio conoció a otro alumno suyo; era Carpani. Los dos tenían 22 años y congeniaron a pesar del océano ideológico que los separaba. El futuro odontólogo era antiperonista; su condiscípulo, todo lo contrario. Corrían los primeros meses de 1952. Al poco tiempo, Salazar abdicó a su vocación por las bellas artes para alternar los estudios universitarios con la actividad política en el partido encabezado por Victorio Codovilla. En tanto, Carpani, ya volcado de lleno a la pintura, conformaba el grupo Espartaco con Raúl Lara Torrez y Pascual Di Bianco, entre otros artistas. Por aquellos días –ya bajo la llamada Revolución Libertadora– su incipiente obra comienza a explorar una poética visual muy afín al peronismo. Esa visión de la realidad fue motivo de intensas discusiones con Salazar y hasta el detonante de alguna pelea. Pero el respeto mutuo jamás estuvo en riesgo. Así transcurrieron más de cuatro lustros.
Y ahora, en el living de su hogar, con aquellas láminas extendidas sobre una mesa, Salazar pensaba en cuál de las paredes serían colgadas. Medio año después, durante la calurosa noche del sábado 8 de febrero, Salazar regresaba a su casa tras asistir a una reunión política. Al descender del colectivo en una esquina del Jardín Botánico percibió un aire enrarecido. De hecho, mientras caminaba por la calle Malabia hacia Avenida del Libertador notó que en aquel tramo el alumbrado público estaba completamente apagado. Y en la calle Cerviño, a casi diez metros de su domicilio, había un Torino con cuatro siluetas en la cabina. Salazar entonces sintió el pinchazo del pánico. La noticia de aquella “opereta” de la Triple A corrió poco después en el barrio como un reguero de pólvora. Pero sobre el odontólogo no se sabía nada.
Carpani recién se enteró del asunto durante la mañana del lunes a través de un amigo en común, e imaginó lo peor. Para colmo, la quinta edición del diario Crónica informó ese día el hallazgo de tres cadáveres sin identificar en un descampado de Sarandí; cadáveres acribillados por un número impreciso de balazos, el sello inequívoco de aquel grupo parapolicial. Eso robusteció su pesimismo. Dos días después sonó su teléfono. Del otro lado de la línea una voz impersonal preguntó si aceptaba “una llamada de larga distancia por cobrar”. La respuesta fue afirmativa. Segundos después, grande fue su sorpresa al oír la voz de Salazar. Le hablaba desde Río de Janeiro. Con pocas palabras le relató lo sucedido; a saber: al ver aquel Torino siguió de largo y se tomó un taxi para atajar el regreso de su esposa, Elisa, y el hijo de ellos, Joaquín, del cumpleaños de un sobrino en Belgrano, sin estar seguro de que aún estuvieran allí. Al llegar, mientras le pagaba al taxista, los vio salir del edificio. Recién entonces respiró aliviado. Ese día pernoctaron en lo de sus parientes, y en la mañana del domingo abordaron el primer vuelo hacia Brasil. También contó que por un vecino supo que la patota había reventado la casa. Su dicción era nerviosa.
–Pero por suerte ustedes no estaban –atinó a decir Carpani.
–Claro. Pero se afanaron las tres láminas que vos me regalaste –dijo el odontólogo, con un dejo de congoja. Carpani entonces rió de buena
gana.
POR AMOR AL ARTE
A fines de junio de ese año un sujeto con gorro de lana y campera de corderoy irrumpió a punta de pistola en un pequeño local de compra-venta de oro sobre la calle Libertad. El tipo arrasó con los dólares y billetes nacionales que había en la caja registradora, también tomó algunas cadenitas y un Rolex. Finalmente, encontró lo que buscaba: las tres láminas de Carpani dentro de una enorme carpeta. Tenía el dato por un entregador. Recién entonces el damnificado abrió la boca.
–Esos dibujos no tienen ningún valor. Dejámelos.
–Andá a la puta que te parió.
El entregador le había dicho que por esas láminas podía sacar unos diez mil de los verdes. El damnificado, ya con una mezcla de impotencia y furia, le soltó:
–No tenés idea del lío en que te acabás de meter.
La respuesta fue un culatazo en la cabeza.
El pistolero ignoraba que ese tipo era Tito Disono, un oscuro “reduche” de antigüedades y cuadros mal habidos cuyas relaciones con la policía eran un secreto a voces entre los comerciantes de la cuadra. De hecho, solía adquirir joyas y otros objetos de valor rapiñados por los matones de la Triple A en sus operativos.
Tales circunstancias hicieron que su pobre victimario fuera rápidamente identificado. Y Roberto Diéguez, alias “Popi”, olfateó la situación. Y se lanzó a la fuga al límite mismo del derrape paranoico. Así había ido a Rosario para vender a precio vil los dibujos de Carpani. Y ahora dilapidaba su ganancia en ese tugurio de mala muerte. Al salir de su turno con la china advirtió la presencia de cuatro clientes –verdaderos– a los que tomó por policías disfrazados. Su reacción fue relampagueante: avanzó hacia la salida con la pistola ya empuñada y disparó contra ellos sin dar en el blanco. Luego, desaforadamente, comenzó a correr por la ruta sin saber a dónde ir. ¿Acaso alcanzó a darse cuenta de que los nervios lo habían traicionado? Lo cierto es que una camioneta de la policía santafesina lo alcanzó a los pocos minutos. Aquella madrugada fue alojado en un calabozo de la Comisaría 4ª de Rosario. Al día siguiente lo fueron a buscar tres federales vestidos de civil. El cadáver de Popi jamás apareció.